viernes, 18 de diciembre de 2009

Pobre progresismo

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El progreso va para atrás, como los cangrejos. Es verdad que todavía tiene tirón como tópico en los discursos de la izquierda… y de la derecha. Pero con los índices de criminalidad creciendo, con la contaminación medioambiental, con la vida moderna, que según Mafalda tiene más de moderna que de vida, con los soponcios macroeconómicos, ¿quién cree de verdad hoy en un futuro idílico?

De hecho, los autodenominados progresistas hacen todo lo posible para dinamitar el sueño. Para ellos, progreso es aborto libre, eutanasia activa, divorcio exprés, relativismo absoluto, el dogma de lo políticamente correcto, adoctrinamiento educativo, y cosas por el estilo, más o menos discutibles, si nos dejan, pero indudablemente tristes. Ya puestos a ser los adalides de la utopía, bien podían defender la vida de todos, los matrimonios felices y perdices, la fantasía al poder, la libertad de las escuelas y la realísima gana. Sería más excitante. Tal y como está, el programa progresista es deprimente.

Uno podría sentarse un rato a la puerta, como el sabio chino del proverbio, a ver pasar el cadáver del progresismo camino del cementerio de las ideologías. Sus partidarios, desde luego, arriman el hombro con compulsión suicida. Y, sin embargo, uno está dispuesto a echar su cuarto a espadas y proteger al progreso. Protegerlo, más que nada, de sus partidarios. Chesterton decía que la sociedad en realidad no mejora invariablemente ni se hunde sin remisión, sino que se mueve montada en un balancín, que a veces avanza y a veces retrocede, según en qué aspectos.

Y no negaremos nosotros nunca que en algunas cosas hemos mejorado. En este punto, recuerdo emocionado a Chéjov, que escribió en una de sus cartas: “Desde que era niño creo en el progreso, y no puedo no creer, pues era horrible la diferencia entre la época en que me azotaban y aquella en que me dejaron de azotar”. Lo curioso es que enseguida, en otra carta, escribe perplejo: “Una vez fuimos muy liberales, pero a mí, no sé por qué, me consideran conservador”. Con lo inteligente que era el ruso, qué extraño que se extrañara. Si para él progreso era dejar de pegar a los niños (en vez de cargárselos antes de nacer), ¿cómo quería que no lo considerasen conservador, y hasta teocon?

Al final, para entender el progreso, no nos queda más remedio que plantearnos en relación a qué valores la sociedad avanza o retrocede. Quien lo tuvo claro fue Baudelaire, que estableció su teoría de la verdadera civilización: “No está en el gas, ni en el vapor, ni en las mesas giratorias. Está en la disminución de las huellas del pecado original”. Ese progreso es el único por el que, visto lo visto en el siglo XX, merece la pena luchar en el XXI, y habrá que hacerlo. Uf, los conservadores, no paramos ni un minuto: tenemos que defenderlo todo. Hasta el progreso.

martes, 10 de noviembre de 2009

Elogio del esnobismo

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Supuestamente snob viene de s. nob., abreviatura de sine nobilitate que se ponía debajo del nombre de quienes no tenían ni un mísero título nobiliario. Carencia que compensaban con la exagerada exquisitez y la obsesión por los apellidos ilustres que el término esnobismo supone. Eso según la etimología, porque, frente al signo de los tiempos, el esnobismo se ha convertido en un heroísmo y en una nobleza necesaria. Y más si le sumamos el esnobismo artístico, que es lo mismo traspasado al campo de las Bellas Artes y del pensamiento.

Entre los indicios más evidentes de la inversión de valores actual están la generalizada aspiración a lo peor y un gusto por lo chabacano que es, entre otras cosas, una redundancia. Según la insuperable definición de Julián Marías, lo chabacano es la ordinariez satisfecha de sí misma, o sea, que el gusto por lo chabacano implica una doble (e inexplicable) complacencia.

Desde los adolescentes que sacan buenas notas y disimulan y se visten de malotes para pasar desapercibidos hasta los aristócratas que se resisten a usar sus títulos, aquí la gente se avergüenza de cualquier excelencia. En este sentido, aunque él por razones obvias no puede ser un esnob, resulta doblemente ejemplar Santiago de Mora-Figueroa, que firma sus excelentes libros y artículos como Marqués de Tamarón.

Esa moda del disimulo podría parecer una simpática muestra de humildad, pero, cuidado: no es igual inclinar la cabeza que descabezarse. Una sociedad que voluntariamente se decapita en lo social y sobre todo en lo artístico y en lo intelectual acaba corriendo como un pollo sin cabeza, como es natural. Por eso hay que proteger a los esnobs que quedan, especie en peligro de extinción. Ellos aún aspiran a lo mejor. Son los que defienden contra viento y marea la jerarquía de valores o al menos, para no exagerar, el concepto básico de que existe una jerarquía.

J. S. Lec hablaba de alguien tan esnob que soñaba con unas tarjetas de visita en la que en vez de “Vizconde de Fulano” o “Doctor Fulano” pusiera “San Fulano de Cual”. Descontando la broma, me parece estupendo. Si postularse a santo tiene un punto de esnobismo, bienvenido sea, con tal de que acabemos siendo un poco mejores o, incluso, buenos.

Y se podría soñar con una tarjeta de visita multiusos, con varios esnobismos superpuestos: el social, el cultural, el ascético. ¿Por qué no? Ortega y Gasset propuso que hiciéramos de la vida una aspiración a no renunciar a nada. Claro que él era un esnob recalcitrante, venga con sus elites para arriba y para abajo. Sus compañeros de generación Eugenio d’Ors y Juan Ramón Jiménez tampoco fueron mancos: el primero hablaba de una caballería intelectual y el segundo, con más sobriedad, de una aristocracia de intemperie. Los tres realizaron obras cimeras y eso que hemos salido ganando todos. Ahora más esnobismo en España nos hace falta como el comer.

domingo, 11 de octubre de 2009

Juana Jugan

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Cuando vi venir hacia mí a la monjita, con paso firme y la mejor de sus sonrisas, me eché la mano a la cartera. No para protegerla, eh, sino para darle algo. Era una hermanita de los pobres, y las conozco: ruegan a los ricos (que somos de la clase media para arriba, todos) para dárselo a los pobres, robin-hoods místicas. Cuando llegó a mi altura, que es un decir, porque era muy bajita, me dijo: “Quería pedirte…” “Ya, ya, hermana…” “Quería pedirte por favor que escribieras un artículo sobre nuestra fundadora. La canonizan el domingo 11 de octubre”. Y sacó de un bolsillo un trozo de papel cuadriculado, más arrugado que doblado, donde con una letra bastota, que no era de colegio de monjas precisamente, traía apuntada una dirección web. Lo puso en mi mano: “Por si necesitas información…”

Me hizo una ilusión inmensa. Las Hermanitas de los Pobres no piden nunca a humo de pajas y no paran de pedir, porque necesitan mucho, y si, en vez de dinero, me pedían un texto, oh, será que vale de limosna, que ya es valer. No es la primera vez que alguien me pide un artículo, es cierto, pero nunca por caridad. Suele ser gente muy cabreada con el Servicio de Correos o con los horarios de los trenes o con Zapatero o con los que llegan tarde a los toros y que, en vez de escribir ellos una carta furiosa al director, pretenden que se la redacte yo.

La fundadora de las Hermanitas de los Pobres, a partir de hoy santa fundadora, fue Juana Jugan. Nunca se me había pasado por la cabeza escribir de ella. Del asilo de sus monjas en El Puerto alguna vez sí. Ante la oleada de laicismo, que la han tomado con las cruces y con las clases de religión, pensaba, con mentalidad de hermano mayor del hijo pródigo: “¡Y luego alguno de estos laicistas incansables, cuando su salud se resienta de tanto exceso, me quitará mi plaza en el asilo de ancianos de las hermanitas, encima!” Porque, como todo el mundo sabe, los viejecitos están de maravilla en las manos de las monjas, que se desviven por ellos.

Luego, lo dejaba, porque un columnista se debe a la actualidad, y eso era un futurible y un desahogo. A lo más que llega uno es a escribir a veces de temas intemporales bajo el amparo de estos versos de Álvaro García: “Deja la actualidad, que se hace sola/ y ve al presente, que te necesita”. Nunca me había planteado un paso más: deja la actualidad, que se hace sola, y ten presente a las que ayudan a los que lo necesitan.

Sin embargo, con la tinta negra del periodismo por las venas, ni hablando de una santa puedo dejar de mirar con el rabillo del ojo a la actualidad, y me hace gracia la prisa que se han dado en conceder el Nobel de la Paz a Obama antes de que haga nada (o antes de que no haga nada). Qué contraste. Santa Juana, tan humilde en su constante servicio a los ancianos y los pobres, ha podido esperar tranquilamente más de cien años este reconocimiento de la Iglesia Universal.

sábado, 10 de octubre de 2009

El curioso caso de James Laughlin

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Entre los recuerdos más emocionantes de mi paso por la Universidad de Navarra, está un breve encuentro con Rafa Domingo, que había sido mi profesor de Derecho Romano en 1º de carrera. Corría junio y yo estaba en 5º. Una mañana nos cruzamos por la Avenida de Pío XII. Me preguntó muy amable qué salida profesional tenía prevista y yo le respondí muy ufano que opositaría a judicatura. Sorprendentemente, se sorprendió mucho, y me desanimó lo que pudo, con rara insistencia. Tenía clarísimo —aseguró— que lo mío era la enseñanza. Aluciné, literalmente, porque desde el examen oral de 1º no había intercambiado conmigo más de dos o tres frases corteses. Nada más doblar la esquina, resolví, un poco amoscado, olvidar su consejo.

Cuatro años después mi vocación a la literatura se había metido como un elefante en la cacharrería de mi temario, haciendo un destrozo, y yo había decidido opositar mejor a Secundaria, y había aprobado, y estaba dando mis clases, tan contento. Tras tantas vicisitudes, un día recordé de pronto aquella conversación con mi antiguo profesor, y me pregunté, perplejo: ¿cómo lo supo?

Lo he vuelto a comprobar con el curioso caso de James Laughlin (Pittsburg, Pennsylvania, 1914-Norfolk, Connecticut, 1997). En Harvard sintió la llamada de la poesía. Ni corto ni perezoso, se embarcó hacia Europa en busca de Ezra Pound. Se instaló con él en Italia, de discípulo. Hasta ahí, estamos ante el extraordinario ímpetu de una vocación artística, o sea, ante una historia más o menos ordinaria. Lo insólito viene a continuación.

Ezra Pound, tras seis meses de estrecha convivencia, le diagnosticó: “Nunca serás un gran poeta, muchacho. ¿Por qué no tratas de hacer algo más útil?” Y le propuso que se convirtiera en editor. James Laughlin, en vez de molestarse, le hizo caso. Se volvió a Harvard y creó la editorial New Directions, que gestionó con maestría y que acabaría ejerciendo un papel importante en la cultura norteamericana. Su primera publicación fue una antología donde incluía, en un lugar de honor, a Pound.

Y aún queda lo mejor de la historia. Durante 40 años, que se escriben rápido, pero son cuatro décadas, esto es, mi vida exacta, Laughlin se mantuvo fiel al consejo de su maestro (con alguna pequeña trampa, todo hay que decirlo, pues publicó algo una vez bajo seudónimo). Pero un día no pudo más, y empezó a sacar poemarios suyos. Esa desobediencia era necesaria para evitar la idolatría: uno sólo es el Maestro al que obedecer del todo. La desobediencia redundó también en pura justicia poética. De haber guardado Laughlin un silencio absoluto, Pound hubiese pasado a la historia como un déspota capaz de ajar una tierna vocación lírica en ciernes. Como los poemas no eran de primera categoría, quedó claro que era un crítico excepcional.

Aunque menor, la poesía de Laughlin es deliciosa, sin embargo. Tiene una sencillez muy educada y emocionante. Quizá la áspera lección de Pound, además de para convertirle en un editor sobresaliente, le sirvió para escribir una poesía sin mistificaciones ni adornos, de tan humilde, humanísima. Incluso en esa desobediencia final suya, tuvo en cuenta las palabras de su maestro, y supo aprovecharlas. Leyendo sus Poemas de amor se disfruta bastante. No sólo de grandes poetas vive el lector.

Como discípulo, si yo hubiese atendido más a Rafael Domingo, me habría ahorrado dos años (que para mí se quedan) de exhaustivo temario de judicatura. Ahora, ya como profesor, me pregunto a menudo: eso, ¿cómo se hace?, ¿cómo aconsejar así a mis alumnos? Sería maravilloso que me obedeciesen, no 40 años, no pido tanto, sino durante las clases y un poco más allá. De hecho, me quedaría más tranquilo sabiendo que al final harían lo que les diese la gana. Qué responsabilidad impropia tener la última palabra. Por todo, Laughlin, aparte de editor extraordinario y de poeta encantador, fue el discípulo perfecto. Quién lo pillara. Y quién lo hubiese sido.

domingo, 4 de octubre de 2009

Una necrológica imposible

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Cuando el martes por la mañana me enteré de la muerte de José Antonio Muñoz Rojas, a la noticia triste se unió la pena de no tener tiempo de escribir una necrológica para mi columna del miércoles. Lo dejé para hoy: podría —me consolé— pensarlo más. Sin embargo, ahora compruebo cuánta razón tenía Juan Ramón Jiménez: “Lo malo de la muerte no ha de ser más que la primera noche”. Tampoco la muerte es eterna y muy pronto la vida, de otra forma, acaba imponiéndose.

Sería muy raro que siendo Muñoz Rojas un poeta profundamente católico y tratando yo de ser en esto también su discípulo, me olvidara de consignar que lo primero que nos consuela de la muerte es la Vida. Lo ha zanjado Enrique Baltanás en una copla redonda: “José Antonio Muñoz Rojas:/ gloria, sí, la que te deban…/ Pero, sobre todo, Gloria”. Y lo mismo, al modo teresiano, la abadesa del Carmen Descalzo de Antequera, donde se celebró el funeral, que dispuso que las campanas no doblaran a muerto, sino que tocaran a gloria. Por otro lado, su vida terrenal (que diría Jorge Manrique) fue una vida cumplida. Algunos lamentan que no llegara a cumplir los cien años este 9 de octubre. La madre de Borges también murió a las puertas de su centenario.

Cuando alguien se lamentó ante el desolado hijo de que no hubiese alcanzado por los pelos el número redondo, Borges replicó: “Me parece que exagera usted el prestigio de la aritmética”. Era la manera borgiana —culta e irónica— de contestar: “¿Y qué más da?”

Y además está la vida de la fama: la que otorgan las obras perdurables. La obra de Muñoz Rojas es breve y buena. Su libro Las cosas del campo entusiasma por igual a los amantes de la literatura y a los de la naturaleza. Su poesía es muy personal, con una gran influencia de la lírica inglesa, que le da soltura y flexibilidad. Sus poemas no pesan, flotan; sus sílabas, silban. Es la poesía más transparente que conozco a la inspiración. El primer verso lo facilitan los dioses, según la inspirada observación de Valéry, y el resto tiene que ponerlo el poeta; pero Muñoz Rojas se limitaba a seguir el vuelo del regalo, y a seguirlo sólo durante los versos en los que aún alentase el aleteo del don. A partir de ahí, otros versos ya no le interesaban y los dejaba ir como una cometa que se suelta. Era el signo de una humildad muy grande y de un respeto inmenso por la poesía y por el lector.

Consiguió esa vibración hasta en sus ensayos. Nunca me he emocionado tanto con un trabajo de crítica como con el suyo sobre John Donne, cuando cuenta su descubrimiento de un ejemplar en español, el Josefina del Padre Gracián, con un autógrafo del poeta metafísico inglés.

Son tantos versos y horas de lecturas y unos cuantos encuentros personales tan inolvidables que una columna necrológica es imposible. Con José Antonio Muñoz Rojas me pasa lo que cantan estos versos anónimos: “No hay ausencia. / Tengo tanto de ti/ en mi interior/ que estando yo conmigo/ tú estás siempre presente”.

sábado, 3 de octubre de 2009

El trabajo bien hecho

Escribir es llorar, lloró Larra. Decía que en España, pero no creo yo que en Filipinas, por ir a nuestras antípodas, escribir sea un lujo asiático. Sobre las angustias del escritor no se pone el sol. Economías aparte, ¿qué me dicen de la inquietud por si el último artículo está a la altura de los lectores? ¿Por si uno se habrá explicado claro y con gracia?

Afortunadamente en Misión no sufro tanto. Ya se habrán fijado ustedes en lo bonita que resulta siempre esta página. El título de la sección, “El punto sobre la i”, que yo puse como un signo de humildad, para que ustedes me pusieran, como permite mi apellido, Máiquez, el punto sobre la ídem cada vez que quisieran, lo han diseñado tan bien que ahora me enorgullece igual que el lema de un escudo nobiliario. Y las ilustraciones siempre son encantadoras, llenas de gracia y de sentido, subrayando lo mejor del texto.

Tanto es así, que mi suegra —sí, sí, mi suegra— está coleccionando mis páginas en Misión para encuadernarlas en piel y con letras doradas. Ustedes podrán pensar —y yo lo agradecería— que lo hace por el cariño que me tiene, o incluso por la calidad intrínseca de mi prosa —lo que les agradecería todavía más—; pero, sin descartar que todo influya, espero, les diré que llevo años escribiendo en prensa y en revistas y hasta libros y que nunca hasta ahora mi suegra había mostrado este enternecedor entusiasmo encuadernador. Como mínimo en parte se lo debo al diseñador y a los ilustradores.

También hay nuevas sombras, tengo que reconocerlo. Porque si me he librado de la ansiedad de preguntarme si a mis lectores les gustará lo mío, que la página al menos les gustará seguro, ahora, según voy tecleando, me inquieta pensar: ¿cómo van a dibujar algo para esto, tan abstracto? La tentación mía en Misión es escribir siempre cosas fácilmente figurativas. Si no lo hago, es porque no se me ocurren. A cambio, a ellos siempre se les ocurren maneras de ilustrármelas con arte.

No lo comento ni mucho menos para quejarme de mis angustias profesionales ni sólo para dar públicamente las gracias por estas páginas tan redondas. Pretendo sacar una enseñanza, más que nada para mí, y luego, tal vez, para todos. Qué regalo es el trabajo bien hecho. Los ilustradores ejercen su profesión, ganan su salario y se llevan a casa la satisfacción del deber cumplido. Y ahí acaba todo, pensarán ellos. Pero no. Cuando uno hace bien lo suyo, echa a rodar por el mundo una cadena de causas y de efectos que va sembrando a su paso efectos beneficiosos. Diga lo que diga Larra, cuando escribo en Misión, no lloro apenas. Y qué me cuentan de mis relaciones con mi suegra, rebosantes de admiración y agradecimiento.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Del tururú y la tarara

Como decíamos ayer, el Estatut es el “Borriquito como tú, tururú, yo [nacionalista] soy más que tú” de Peret; pero esa rumba, si el Tribunal Constitucional se decide por fin a dar el zapatazo, será la canción del otoño. La canción del verano ha sido la tarara, sí, la tarara, no. La ha entonado el Gobierno a varias voces a cuenta de la subida (sí, no) de los impuestos y de la ayuda (no, sí) de los 420 €.

No cuadran las cuentas económicas. Las medidas anti-crisis salieron carísimas, mientras que los impuestos entraban en barrena, arrastrados por el PIB. Para arreglar el déficit un poco, al Gobierno se le ha ocurrido rascarse mucho… nuestros bolsillos. Pero entonces no salen las cuentas electorales. El momento de pagar es conocido como la hora de retratarse y le rodea un halo trágico. Las clases medias, que son las que hacen ganar (y perder) las elecciones, llevarían regular que los paganos del festival de medidas efectistas, que no efectivas, fuesen ellos. Al humor negro de ayer de El Roto sólo le verían lo negro: “Mientras el botín de la crisis permanecía oculto en los paraísos fiscales, las autoridades lo buscaban en los bolsillos de los contribuyentes”. Eso frena al Gobierno por ahora.

Los callejones sin salida tienen salida: meter marcha atrás. Pero Zapatero, progresista a machamartillo, se resiste. Todo hace temer que tarareando la tarara esté entreteniéndonos, mientras titubea sobre qué hacer con las cuentas, que están tiritando. Y como cree que no le queda más remedio que acelerar, al final tirará a sus querencias, que son el gasto y la demagogia.

O sea, que cuando acabe la tarara de las rectificaciones rectificadas, y nos suban los impuestos, Zapatero echará mano de sus maracas: los discursos sentimentales. Nos susurrará que los parados lo están pasando muy mal (verdad), que nuestro deber es ayudarlos (verdad) y que no queda más remedio que subir los impuestos (mentira) a los ricos (mentira, que las SICAVS no se tocan).

Más impuestos supone gravar la productividad y la iniciativa privada. Además, por si fuera poco, se sustrae liquidez de las familias, que dejan de consumir. O lo que es lo mismo, las empresas dejan de vender y, por lo tanto, hay menos trabajo, y más paro. Más paro implica más gasto social para el Estado, que tiene que subir otra vez los impuestos. Y vuelta a empezar.

La única solución a medio plazo es la marcha atrás. Mirar con sentido crítico al sector público, y reducir gastos. Los políticos oyen “reducir gastos” y enseguida se les ocurre congelar el sueldo a los funcionarios, pero podrían, para no variar, mirarse al ombligo. ¡Cuánto se puede ahorrar en coches oficiales, sueldos estratosféricos, huestes de asesores, retiros dorados, duplicación de administraciones, subvenciones a los sindicatos, al cine, a las televisiones! Conviene reconducir ese dineral imponente a lo importante. Pasar del tururú y de la tarara a la tijera.

domingo, 30 de agosto de 2009

Un sufrimiento tremendo

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Lo que me pide el cuerpo es otro artículo lamentando el fin de las vacaciones, pero ya llevo una semana y media de elegías y plantos, y mejor buscar aires frescos. Abro los periódicos en busca de inspiración, que no sé que es más raro, si eso, o la esperanza de que la actualidad venga en mi ayuda.

Entre los cascotes del derrumbe de nuestra economía, aparece Zapatero sonriente y bronceado, aconsejando a todo el que pueda que veranee en Lanzarote. Ah. Lo malo es que no puedo, pero gracias por el aviso. Da gusto ver al hombre hablando de lo que sabe. Se le nota un empaque que ya quisiéramos para cuando diserta sobre economía. Suspirando, paso página.

Veo que Saramago amaga con una nueva novela, titulada Caín, en la que descubre que el culpable intelectual del asesinato de Abel fue Dios, porque no apreció suficientemente los sacrificios del pobre Caín, ea. Parece una novela con trasfondo autobiográfico. ¿Apreciará Dios las novelas de Saramago? Además, justifica que si yo tampoco aprecio suficientemente los libros de Saramago, sus seguidores pueden darme una paliza. La culpa sería mía. Paso página, espantado.

Y, por fin, encuentro lo que estaba buscando: ¡el premio más gordo de la lotería de Italia, 148 millones de euros! Y sobre todo las declaraciones anónimas del misterioso ganador, presuntamente de Bagnone, un pueblecito de 2.000 habitantes: “Acostumbrado a vivir de mi trabajo, feo y mal pagado, no sé lo que es ser rico. Y tengo miedo. Miedo de ser descubierto. Todos por aquí piden ayudas, casas. Tengo un sufrimiento interior tremendo y también un sentimiento de culpa dentro. ¿Por qué yo?” Quién lo pillara, amigo, ese sufrimiento interior tremendo.

Para empezar, me pongo manos a las musarañas y me imagino dueño de esos desgarradores millones. Pensar qué haría uno con ellos es uno de los ejercicios mentales más sanos que existen. Lo recomiendo vivamente. Aclara nuestra escala de valores. Por ejemplo, yo no creo que me fuese a Lanzarote. Si yo fuese rico, tralará, dedicaría mis mañanas a los estudios nobles, ora de la Divina Comedia, ora del Quijote, ora de Shakespeare, y siempre de las Epístolas Paulinas, y nunca de Saramago. Por las tardes, compondría, entre paseo y paseo, odas a la vida retirada, qué descansada vida, la senda por la que han ido los pocos sabios que en el mundo han sido y todo eso.

Ni mi trabajo de profe ni mis tardes estresadas, entre artículos urgentes y retrasadas críticas literarias, tienen mucha pinta de ser trascendentales, pero pensándolo fríamente puede que sean más útiles a la sociedad (un poco) que esos lánguidos placeres hipotéticos míos de millonario empeñado en el automecenazgo. Quitando situaciones personales desesperadas, la mayoría estamos muy bien en donde estamos, aunque nos quejemos, como es lógico. El italiano tal vez tenga tanta razón como gracia, y una millonada, a la larga, sea una tragedia gordísima. Lo suyo sería, para salir de dudas, comprobarlo en carne propia.
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domingo, 23 de agosto de 2009

El aire se ennegrece

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A partir de este domingo, las noches se nos echan encima. Las tardes eternas y deslumbrantes de julio empiezan a formar parte de la nostalgia de otro verano que se queda a la espalda. Ya venían acortándose los días, pero no nos habíamos dado cuenta hasta ahora. El tiempo, que sabe pasar al principio imperceptiblemente, nos acaba cogiendo por sorpresa. “L’aria s’imbruna”, escribió Giacomo Leopardi con esa sonoridad intraducible del italiano: se ennegrece el aire, y eso es lo que, para nuestro asombro y melancolía, ocurre a partir de finales de agosto cada tarde, y cada tarde, antes.

Y más negro que se va a poner el aire, no sólo por las largas noches de noviembre y diciembre y enero, sino por el ambiente general. Hay un dato pequeño, pero significativo, que no debemos pasar por alto: la moda de la novela negra. Cuando preguntan a los famosos, a los políticos y a los periodistas qué han estado leyendo durante las vacaciones, se da uno cuenta del éxito apabullante de la novela negra, que roza la categoría de fenómeno de masas. Hay de todo, desde la explosión del bidón de gasolina con esa chica anexa a la que le gustaba encender cerillas hasta las indispensables —dicen— novelas del siciliano Leonardo Sciascia. De todo, pero todo negro.

Resulta desasosegante esta monomanía monocromática por lo criminal, lo sórdido y lo oculto si tenemos en cuenta que “somos lo que leemos”, según Luis Alberto de Cuenca, o que “leemos lo que somos”, como le matiza Julio Martínez Mesanza. Para el caso que nos ocupa, las dos teorías forman un solo círculo vicioso. Se llega al extremo de que escritores tan polifacéticos y profundos como Dorothy L. Sayers y G. K. Chesterton sean conocidos por sus personajes detectivescos Lord Wensley y el padre Brown, y apenas por nada más.

Mirando alrededor, no les falta razón ni a De Cuenca ni a Martínez Mesanza. Seríamos de otra manera si leyésemos más novelas románticas. O más filosofía, o más historia. Pero no, y España va cogiendo un aire de novela negra que mete miedo. Se habla mucho de la judicialización de la vida pública, pero en realidad, la vida pública “s’imbruna”. Tenemos intrigas, conspiraciones, traiciones, tramas ocultas, reales o supuestas, políticos esposados, el caso Gürtel, filtraciones anónimas a la prensa, denuncias por escuchas ilegales, exhumación de cadáveres de la guerra civil, doce sombras sin piedad, perdón, sin prisa, en el Tribunal Constitucional, encarnizadas luchas por el poder mediático, etc. Y el caso del 11-M, que sigue latente, con tantas zonas tenebrosas por aclarar.

Esta semana se la toma agosto para ir cerrando el chiringuito. El aire se ennegrece para ponerse a tono con unas vacaciones que se extinguen, pero también, quizá, como un adelanto del otoño que nos espera. (Yo, sin embargo, como me he pasado el verano leyendo las comedias de Shakespeare, le pongo al mal tiempo buena cara.)
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viernes, 31 de julio de 2009

Veranee en el Infierno

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Están de moda los destinos exóticos de vacaciones, pero la crisis no permite excesivas virguerías. O al menos, eso cree el común de los mortales, porque en realidad la crisis es una ocasión inmejorable para pegarse un viaje al Más Allá. Mi consejo es que este verano lean la Divina Comedia: por el módico precio de un libro, que puede ser de bolsillo, en 100 cómodos cantos, viajarán por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Ríanse ustedes de Cancún o de Birmania (que es, curiosamente, donde se ha ido mi cuñado).

Dante no ganó el Nobel, entre otras cosas porque nació 636 años antes que el célebre premio, pero es quizá el único poeta al que se le ha dedicado una encíclica: In praeclara, de Benedicto XV, que es un premio bastante mayor. Mi mujer me pregunta con frecuencia por qué compro tantos libros si estoy siempre releyendo la Divina Comedia. Pues porque siempre se le descubren últimas novedades.

Ahora estoy entusiasmado con la siguiente hipótesis. Como se sabe, Dante, en su paso por el Infierno, continuamente se apiada de los condenados. Según Borges, esto es una argucia literaria para dar más verosimilitud a la obra: los condenados lo estarían por Dios, y no colocados allí por el autor, que se enmascara en su lástima. Pienso que el motivo es aún más sutil y mucho más teológico. En el Infierno, Dante es el único cristiano: lo guía Virgilio, que como se repite constantemente no tuvo la suerte de conocer a Cristo. Esa compasión que siente Dante, y que Virgilio le afea en varias ocasiones, es, en realidad, un reflejo de la misericordia de Cristo, que llega incluso a las profundidades infernales.

Que Virgilio representa el mundo precristiano está claro, además, por la insistencia con que llama la atención de Dante sobre personajes ilustres de la Antigüedad. Hay momentos en los que Virgilio parece fastidiado de tanto florentino. Igual que El Quijote, la Comedia es la historia de una amistad, de una larga conversación, y compensa oír sus acentos y matices.

Cuando ustedes regresen de sus vacaciones y los compañeros de trabajo les pregunten dónde han estado, imaginen la impresión que les causarán si responden: “En el Infierno, en el Purgatorio y, al final, en el Paraíso”. El Infierno, sobre todo, tenemos un enorme interés en conocerlo ahora y sólo a través de la literatura. Después queremos evitarlo a toda costa.

jueves, 16 de julio de 2009

Las armas y las letras

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Me cuenta un profesor de literatura de instituto, que eso sí que son armas, sobre todo, y letras, que sus alumnos se pasman ante el hecho de que Garcilaso fuese poeta y militar. No se les ocurren, a las criaturas, dos profesiones más antagónicas. Tienen asegurado, al menos, el pasmo continuo, pues de Alfonso X abajo no se libran los mejores: Jorge Manrique, el capitán Aldana, nada menos que Cervantes, Lope de Vega, Cadalso, entre tantos, por no hacer un ejercicio de memoria histórica y recordar cómo en ambos bandos de la guerra civil se hizo buena (y mala, pero sólo importa la buena) poesía.

Carlyle dejó claro que es todo lo contrario de lo que se piensan los alumnos de mi amigo. Sólo hay tres cosas serias que ser en la vida: sacerdote, guerrero y poeta. Lo demás son formas más o menos honradas de ganarse el pan. Antes de que los ingenieros (tan satisfechos, en general, de haberse conocido) protesten, les diré que, gracias al bautismo, los cristianos tenemos vocación de sacerdote, de rey o de milites christi y de profeta. O sea, que todos tan contentos, y a trabajar.

Lo que no quita para que uno, poeta strictu sensu, sienta, descontando desde luego un profundo agradecimiento a los sacerdotes, una querencia solidaria con los militares de vocación y de profesión. En estos últimos meses, esa querencia está en el cuerno de África, luchando contra la piratería.

Aprovechando que Miguel Aranguren habló en Alba de mi blog “Rayos y truenos”, contaré que uno de sus visitantes es un antiguo superior mío de la mili. No sé qué graduación tendrá ya, pero cuando yo estaba a sus órdenes era sargento. Contra lo que quiere el tópico, no gritaba, sino que me buscaba por los rincones de la Base Naval de Rota para charlar de amena literatura. Me ayudó a corregir las pruebas de mi primer libro. El otro día entró en el blog desde Somalia y se felicitaba por haber podido hacerlo. No creo que sepa la alegría que me daba y el honor.

Mi otro amigo allí es un mando. Hablé con él antes de su marcha y puse todo mi empeño en convencerle de que llevase un diario de su misión. Un diario personal, sin revelar datos ni rebajarse al cotilleo, sino a lo Jünger, contando sus vivencias. La piratería tiene tal tradición literaria y él es tan listo que, si lo escribe, será delicioso. Nos vendría muy bien un ejemplo más, muy siglo XXI, de la buena y vieja y eterna relación entre las armas y las letras.
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domingo, 12 de julio de 2009

Sobre corrupción

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Por un tic automático y televisivo, asociamos la palabra "corrupción" con "Miami", como si no tuviéramos lo nuestro aquí. Como entre amigos se perdona todo, os confesaré
que una primera versión del artículo se tituló "Corrupción en mí a mí", pero me arrepentí a tiempo de la paronomasia, y preferí un sencillo doble sentido: "Sobre corrupción".
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martes, 7 de julio de 2009

Pelotitas y pelotazos

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En la playa, aunque están prohibidas, abundan las pelotitas de fútbol. Son una plaga. No hay nada más molesto, como usted sabe, y, si aún no lo sabe, lo comprobará en cuanto le den las vacaciones, que estar tomando el sol sobre la arena cercado de personas que corretean, saltan, se empujan, caen, gritan y, sobre todo, chutan con fuerza pero precisión escasa. Como yo no estoy muy moreno, soy un blanco perfecto.

He dejado, qué remedio, de leer y me he puesto a vigilar detenida, preventivamente a los futbolistas de la orilla. Me ha llamado la atención lo talluditos que son. No tienen edad para esta fiebre balompédica aguda. En nuestra sociedad hay una epidemia de juvenilización, lindando con el infantilismo, que en la playa salta a la vista. Todos (y todas) visten (o se desvisten) y se tatúan como si fuesen estilizados adolescentes, aunque no. Y ellos van con su baloncito, tan contentos, a corretear por la orilla y a dar toques, dicen. Por supuesto, nadie lee, y me parece que tampoco leería mucha gente aunque nos dejasen hacerlo los enérgicos jugadores.

Hay en el fútbol —reflexiono— una renuncia antinatural que tiene el valor de un símbolo. La inteligencia invita a sujetar el esférico con las manos y dejar los pies para andar o, en casos extremos, para correr; la inteligencia o el simple sentido común. Pero el fútbol se centra en las extremidades inferiores. ¿Ven la simbología?

domingo, 5 de julio de 2009

Carmen López Llopis

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Nació en Elche de casualidad, porque su padre —mi abuelo— estaba destinado allí. Enseguida se volvieron a Murcia, de donde se sintió siempre. Hija única, en todos los sentidos, de padres amantísimos, rodeada, además, de tías y de tíos solteros, tuvo una infancia muy alegre y un tanto mimada, hay que reconocerlo, aunque se lo merecía. Estudió con brillantez en el Colegio de Jesús-María.

Hubiese preferido hacer la carrera de Filosofía y Letras, pero su padre la empujó a la de Farmacia (eran otros tiempos), y ella se lo tomó con filosofía (y letras). Comenzó la carrera en Madrid, viviendo en casa de su tío el psiquiatra Bartolomé Llopis. Aquella era una casa de locos, no porque su tío pasara allí consulta, sino por sus numerosos hijos, súper cultos, hiper cosmopolitas y extravagantes. Hija única y niña de provincias, disfrutó mucho con sus primos madrileños. Y en cuanto pudo, escapó a Granada.

No hemos dicho que era muy guapa, pero lo era. Cuando llegó a Granada, el portuense Enrique García Máiquez, entre otros, le echó el ojo. Comentándolo con sus compañeros de Colegio Mayor, fue respondido: “Más quisiera el gato/ lamer el plato”. Sin embargo, aquello le salió bien y se hicieron novios. El estupor de su hazaña no se le quitó a Enrique García Máiquez en 41 años de matrimonio.

Tras dos años en Sevilla, se instalaron para siempre en el Puerto. La cosa tuvo su ironía, porque quince años antes, en un viaje por Andalucía con sus padres, Carmen había preferido pasar la mañana leyendo en la playa de Cádiz a ir de excursión al Puerto de Santa María. A la vuelta, mis abuelos le recriminaron su decisión, diciéndole, literalmente: “Es un pueblo precioso, hija, y ya no lo conocerás nunca”.

Desde el Puerto, volvía a Murcia a tener sus hijos, cuatro, al abrigo de su madre. Por entonces se puso gravísima, con una leucemia letal. Los médicos perdieron toda esperanza, pero precisamente eso fue lo único que no perdieron ni ella ni mi padre ni sus amigos. Se curó. En el ínterin se hizo miembro del Opus Dei, demostrándose una vez más que no hay mal que por bien no venga. Reanudó su vida familiar, profesional —como boticaria y como ama de casa— y social. Tuvo siempre tiempo para todos, y cuando digo todos, es todos, empezando por Dios, eje de su vida, siguiendo por su marido, por mis hermanos y un servidor, y acabando por sus conversaciones inacabables con sus incansables amigas. No creo que ninguno se sintiera desatendido nunca. Cómo lo conseguía, no lo sé.

Sófocles sentenció que nadie puede considerarse feliz hasta su muerte. A pesar del profundo respeto que debemos sentir por Sófocles, se diría que Carmen fue feliz desde muchísimo antes. Enferma otra vez de cáncer, murió de camino al hospital, cuando pasaba justo por Elche. Habrá quien vea en esto sólo una curiosa coincidencia, aunque a uno más bien le parece el símbolo de una vida redonda, perfecta.

domingo, 21 de junio de 2009

Valle de lágrimas

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La gente percibe a los que llaman católicos ortodoxos, entre los que (D. m.) me cuento, como monolitos graníticos de una pieza. En realidad, la fe es inabarcable y, por tanto, hay devociones y dogmas que nos tocan más de cerca y otros que nos pillan algo lejos, sin negarlos, pero sin vivirlos plenamente. A Eugenio d’Ors le chocaba que los cristianos no pidamos el milagro de la resurrección para nuestros difuntos, como si tras la muerte la omnipotencia de Dios perdiese fuelle. La resurrección, protestaba el catalán, es un milagro de honda raigambre evangélica: tenemos a la hija de Jairo, al hijo de la viuda de Naím y a Lázaro de Betania, por no hablar del mismo Jesucristo, que eso son palabras mayores (la Palabra). El protestante Carl Theodor Dreyer pensaba igual que d’Ors, tal y como vemos en Ordet, esa película vivificadora.

Ambos tienen razón en que se reza poco o, mejor dicho, nada por la resurrección milagrosa de nadie. Quizá se deba al argumento que Marta, la hermana de Lázaro, apunta en el Evangelio, cuando confiesa que cree en la resurrección, sí, pero en la del último día. Parece un trabajo inútil el de resucitar de pronto para morirse de nuevo cuando ya se resucitará para siempre en el valle de Josafat. Pero, a pesar de la contundencia del sentido común de Marta, Jesús resucita a Lázaro.

Más a ras de tierra, cuando me enseñaron a rezar la Salve, no fui un entusiasta de la expresión “valle de lágrimas”, que me resultaba retórica e ininteligible. Yo veía el mundo como un inagotable jardín de las delicias. Lo que me hace recordar una anécdota de mi infancia en la que puede que brillara el talento que ahora me busco con tanto afán. Llegó mi abuelo muy agobiado de sus negocios y se quejó:
—Qué lucha la vida…
A lo que yo, que tendría a la sazón seis o siete años, repuse:
—Pero qué lucha tan buena, ¿verdad, abuelo?

Esa visión edénica de la existencia, impermeable el sufrimiento, no era una originalidad mía. Una tía nuestra rezaba el rosario todas las tardes, pero nunca los misterios dolorosos, que le partían el alma. En aquella casa sólo se alternaban los gozosos con los gloriosos. De fondo está la incomprensión del misterio de la Cruz que debe de correr por la masa de mi sangre porque, como si no fuera bastante con mi valle de lágrimas, a mi sobrino, cuando tenía también seis o siete años, le suspendieron religión. Preguntado por el motivo, nos dijo:
—El profe de Formación Religiosa me preguntó por qué Jesús, mientras lo mataban en la cruz, murió perdonando y queriendo a todos.
—Y tú, ¿qué contestaste?
—Que no me lo explico.

Sin embargo, pasan los años y otras cosas y uno acaba dándose de frente con el misterio de la Cruz y convenciéndose al fin de que la Salve tenía toda la razón: esto es un valle de lágrimas. Lo cual, bien mirado, no deja de ser un motivo para esperar que esas otras promesas mucho más luminosas, que ahora nos pueden parecer extrañas o lejanas, también se irán revelando ciertas. Qué bien.
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miércoles, 10 de junio de 2009

Cuestión de carácter

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Paul Valéry pensaba que el lirismo es el desarrollo de una exclamación. Mi artículo de hoy sobre los resultados de las elecciones europeas del pasado domingo es el desarrollo de una expresión: "psé". Si no tuviera que escribir 2607 caracteres, que es lo más esclavo del columnismo, lo habría dejado así: "psé", en tres.

Yo ya me he explicado; y volviendo al lirismo, lo interesante de la definición de Valéry sería saber por qué hay que hacer ese desarrollo, y cuándo.
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domingo, 7 de junio de 2009

Jornada de flexión

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Hoy, que ustedes leen este artículo, es la jornada electoral; o medio electoral, porque la abstención ganará por mayoría. Hoy, que yo lo escribo, es sábado, jornada de reflexión, aunque sería mejor llamarla jornada de flexión. Literalmente, porque tendremos que hacer una flexión de abdominales, levantarnos del sofá y acercarnos, dando un paseito, al colegio electoral. Pero también en metáfora es la jornada de flexión: por primera vez en toda la campaña, habida cuenta de la poca reflexión que hemos ejercido hasta ahora —poca o ninguna—, como ya toca votar, habrá que pensar algo sobre el posible sentido de nuestro voto. No re-flexionaremos, flexionaremos, de golpe.

¿Qué ha ocurrido para que hayamos visto pasar por delante todas estas semanas de eslóganes y carteles sin fijarnos apenas y sin un solo estremecimiento de emoción? Bastantes cosas. Si algo ha conseguido dejar claro esta campaña es que lo de menos es Europa. El cabeza de lista del PP ha centrado su mensaje en que lo importante es echar al presidente Zapatero, o sea, un mensaje en clave interna. Y en el PSOE se han dedicado a lo que hacen mejor: a atacar al PP, sobre todo, a Aznar. El guión, por consabido, aburre a las ovejas.

Aunque, por otra parte, se les agradece la sinceridad o —no exageremos— la semi-sinceridad. Las políticas de Europa las deciden los gobiernos nacionales, no un estratosférico parlamento de Estrasburgo. Estas elecciones, por tanto, tienen una relevancia muy relativa, y eso sólo si somos muy voluntariosos y europeístas. De hecho, en el PP se las plantean todavía más en clave interna de lo que proclaman. Si Mayor Oreja logra evitar la derrota, se cerraría el debate sobre el liderazgo de Rajoy, tan discutido (¿recuerdan?) antes de que la victoria de Feijoo en las gallegas le abriese un paréntesis. En el PSOE se temen que un PP galopando sobre la crisis galopante y espoleado por una pequeña ventaja electoral pueda hacer una oposición más vigorosa. Y eso es todo, amigos.

Excepción hecha, por supuesto, de los candidatos, que si logran su puestecillo de eurodiputados cobrarán, entre salarios y dietas, unos 17.000 euros de media al mes. Normal que se les haya visto tan animosos y excitados en los mítines, en medio de la enorme indiferencia general. Y quizá por esa indiferencia general ellos habrán chillado aún más, por si llamaban un poco la atención. Puede que también para no dejar ni un decibelio libre ni un minuto en las noticias a los partidos chiquititos, que gracias a la circunscripción única tienen en las europeas la esperanza de sacar cabeza.

En fin, este es el panorama. Desde luego, muy emocionante no resulta, pero es lo que hay, para qué nos vamos a engañar. Como lo que piden los ritos cívicos y la retórica del día es que yo les anime a acudir a las urnas: vamos, ánimo. Hagan su flexión y estiren un rato las piernas. ¡Es la fiesta de la democracia!

lunes, 1 de junio de 2009

Traduttore, tradito

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Entre que estaba de viaje y no estaba del todo contento con el artículo y dos o tres erratas y un error de sintaxis en la tercera frase por la cola, no enlacé ayer mi artículo dominical y, en este caso, pentecostal. Pero me avisan que lo han recogido en una página de traductores, y me hincho de orgullo.

miércoles, 27 de mayo de 2009

B16 2.0

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Un amigo me anima a escribir un artículo sobre el Benedicto XVI, para defenderlo. El Papa sale a escándalo por viaje, me dice, escandalizado. Pero no creo yo que el Santo Padre necesite para nada mi defensa y tampoco estoy seguro de que a mi amigo le guste mucho este artículo.

domingo, 24 de mayo de 2009

¡Viva Bibiana!

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Lo natural sería que ustedes no recordaran un artículo mío titulado “Aúpa Aído”. Y además es lógico, porque no lo publiqué en este periódico, sino en uno de Madrid. Me parecía más gaditano y necesario defender a nuestra aligustre paisana en la capital. Mi artículo de entonces sostenía más o menos esto:

“A Bibiana Aído la están criticando mucho por lo de los miembros y las miembras. En realidad, habría que animarla. Lo suyo es un disparate, sí, pero digno de aplauso, un esperpento esperanzador, una catarsis, un tratamiento homeopático contra la tontería.
A mí toda la cursilería esta del lenguaje no sexista en plan ciudadanos y ciudadanas me conviene mucho, ojo, pues negándome a usarla doy a mis textos concisión y mordiente reaccionaria. Pero me preocupa que acabe afectando a los clásicos. Por ejemplo, Jesucristo, apiadándose de todos, dijo: “Bienaventurados los que lloran”. ¿Habrá ya quienes echen en falta un “Bienaventurados y bienaventuradas los que lloran y las que lloran”?

Esta confusión del género con el sexo se suele ridiculizar en privado, pero en cuanto cualquiera coge un micrófono, recae. La única solución es Bibiana Aído o la reductio ad absurdum. Tuvimos los jóvenes y las jóvenas. Y yo he escuchado a un inspector de educación exigirnos a los profesores y a las profesoras que cumpliésemos los requisitos y las requisitas. Pensé que eran las plusmarcas, pero ha venido Aído. Gracias a zelotes de la ideología de género como ella, estamos dando todos un respingo reparador, que buena falta nos hacía”.

Desde aquellos gloriosos momentos inaugurales de su carrera ministerial hemos seguido a la ministra Aído atentos, y ella no nos ha decepcionado. Cuánto tenemos que agradecerle. Al haber propuesto el aborto para menores sin consentimiento paterno, ha provocado un rechazo social de proporciones desconocidas. Por desgracia, a la gente no le preocupa lo que suceda con el feto del prójimo ni la ingeniería social en general, pero cuando amenazan a sus niñas, saltan como panteras. La píldora del día después sin receta y a todo quisqui, también a menores, está produciendo sarpullidos en la sociedad y hasta en el mismo PSOE.

Ahora, por último, la miembra que más valoro del Gobierno (y lo afirmo sin ironía) ha vuelto a echarnos una mano impagable a los que creemos que el aborto es el cáncer de nuestra democracia. Su tesis paranormal de que el embrión es un OVNI (organismo vivo no identificado) ha sido el hazmerreír de la comunidad científica y el estupor de la opinión pública. Cuanto más se metan con ella, más la defenderé yo: esta mujer está resucitando al movimiento pro-vida. El PP, en cambio, mientras aumentaba el número de abortos año tras año, se puso a mirar para otro lado, y nos adormiló a todos. Si alguna vez soy alcalde de mi pueblo (Dios no lo quiera), me comprometo a poner el nombre de la ministra Aído a una calle. Bibiana salva vidas.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Confesional

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El problema quizá insoluble del columnista católico es que acaba posando como un santo varón. Puede hacer, por supuesto, protestas de gran pecador, pero serán leídas como encomiables muestras de su humildad, y el resultado será peor porque parecerá mejor, esto es, un círculo vicioso.

Como remedio, una noche de insomnio se me ocurrió escribir un libro autobiográfico organizado en diez capítulos, uno por cada pecado de la famosa tabla. No contar todos mis pecados, no, que debía ser un librito breve, sino escoger uno significativo por cada mandamiento de la tabla. La estructura no sería original, lo confieso, pues estaría basada en El vaso de plata, el delicioso libro de memorias de Antoni Martí. Él lo organizó, con mejor sentido, en catorce capítulos, uno por cada obra de misericordia, las siete corporales y las siete espirituales.

Como el insomnio insistía insobornable, me puse a escoger qué contaría en cada capítulo. El resultado, como pueden imaginarse, era agridulce, entre el remordimiento y la ilusión que producen los libros soñados, antes de ponerse uno a escribirlos. Muy curiosamente había dos pecados para los que no encontraba una anécdota definitiva. El séptimo, porque no he robado nada, lo que bien pensado puede ser un síntoma de que siempre lo he tenido todo, uf. El otro pecado para el que no me encontraba ejemplo era tomar el nombre de Dios en vano. Esta vez fuese quizá porque no salgo de él, porque es un pecado profesional. Los columnistas católicos escribimos mucho de Dios, cuando Él preferiría, probablemente, que hablásemos más con Él.

Se ahondaba la noche y yo seguía enredando en mi proyecto. Podría llamarse Purgatorio y, en vez de irme encontrando en la cornisa de cada pecado a unos y a otros, como Dante, ir topándome conmigo mismo en la edad en que metí aquella pata o la otra. Al menos, nadie me echaría en cara que juzgaba a los prójimos, como se ha acusado a Dante.

Con los rayos del alba se hizo la luz, sin embargo. El poeta florentino había hilado más fino. Recrearse en los propios pecados no es cristiano y hasta esconde su dosis de soberbia. De hecho, es de soberbia del único pecado del que Dante —que no da puntada sin hilo— se acusa directamente. Lo cristiano es arrepentirse y estar contento. Confiar en que nuestros defectos saltan a la vista y, sobre todo, en la confesión sacramental. Y se acabó.

domingo, 17 de mayo de 2009

Elogio del penalti

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No es lo peor de las nuevas leyes, pero sí lo más triste. Cuánta saña de pronto contra los embarazos no deseados, madre mía, parecen puritanos victorianos, en versión Dr. Hyde. El aborto y la dispensación de la píldora poscoital son una ofensiva en toda regla y a cualquier precio contra los embarazos que se salgan del milimétrico guión de nuestros deseos. Esos embarazos son, por lo visto, el mal que justifica los medios, incluso medios tan extremos como el aborto a menores sin consentimiento paterno o la PDD sin receta. Fíjense que nadie discute, ni siquiera los que se oponen a estas medidas gubernativas, que los embarazos no deseados son el objetivo a eliminar como sea. Al menos hasta ahora, porque aquí estoy yo para discutirlo.

Los embarazos inesperados o a contrapié, en matrimonios que tienen ya el número de hijos (uno o dos, generalmente) previstos y, sobre todo, entre los jóvenes, son (o eran) un clásico. Basta mirar a nuestro alrededor, sin salirnos del círculo de nuestros conocidos, para ver que un número considerable de las personas que nos hacen felices fueron fruto de un embarazo no deseado. ¿Qué hubiese sido de nuestras vidas —piénsenlo— si todos ellos hubieran sido borrados del mapa de un plumazo prenatal? Estremece pensarlo.

Un embarazo no deseado no es lo ideal, desde luego, pero a menudo lo mejor es enemigo de lo bueno. La alegría de un nuevo ser humano que le nace al mundo merece la pena, o las penas, las que sean. Para un cristiano, esos embarazos son un ejemplo casi insuperable del bien que sale del mal. Por eso, hay que celebrarlos y exclamar: Felix culpa!

Además, hoy nadie tiene que casarse por obligación, que esa era la pena máxima, se decía medio en broma. Y aun así se exagera mucho el dramatismo de aquello, porque a fin de cuentas los matrimonios de penalti fueron y son tan felices o no como el resto. Hoy, en cambio, el penalti se convierte en una pena capital para el embrión, sin metáfora que valga.

Una costumbre creciente y que no sé si ha llamado la atención de los sociólogos es lo que podríamos llamar —para no salirnos del campo semántico del fútbol— bodas de córner o de libre indirecto, esto es, quienes llevan años viviendo juntos y sólo deciden casarse cuando quieren tener un hijo. Sorprende que ahora, que ni social ni jurídicamente se requiere el matrimonio para que los hijos gocen de plenos derechos, sigan estando tan vinculados en el subconsciente colectivo la paternidad y el matrimonio.

No tengo nada en contra de esta última jugada, pero me parece ilustrativa de nuestra obsesión por la planificación. Lo que se salga de nuestros esquemas nos irrita sobremanera. Con educación en valores y en responsabilidad y sexual, hay que procurar que no haya un solo embarazo no deseado, eso es verdad; pero si lo hay, tampoco se acaba el mundo. De hecho, para el niño que va a nacer, si se lo permiten, empieza.

domingo, 3 de mayo de 2009

Todas las miradas

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Estoy en capilla. “¡Pues vaya una novedad!”, exclamarán ustedes, que saben que soy un católico practicante y que hoy es domingo. Pero yo me refiero a estar en capilla metafóricamente. Mañana me operan un pterigium, que suena muy culto, aunque es que me quitan una uña de un ojo. Ni una viga ni una mota, sino una uña, qué asco.

Mi admiración por los tuertos no me consuela. Y eso que viene de lejos, de un tío mío que hizo la guerra civil en la Legión y le costó un ojo de la cara. Luego, desde los libros de historia, me hipnotizó la Princesa de Éboli, que conjuntaba sus parches con sus vestidos e impuso en la Corte la moda de taparse un ojo. Los piratas de Stevenson también imantaron mi brújula. Y el pobre Polifemo, que sólo disponía de un lacrimal para llorar tanta pena de amor. El rey Seleuco mereció una mención en el Covarrubias, el barón Claus von Stauffenberg dos películas y el inolvidable John Ford nos regaló películas a puñados que no nos merecemos. El último tuerto de mi altar es José Javier Esparza, intelectual todoterreno, al que detectaron un tumor en un ojo cuando ejercía con brillantez de crítico de televisión. Parece una maldición. O un aviso a televidentes.

Como ven, ando muy sensible a todo lo que hace relación a los globos oculares. Mis compañeros de trabajo se despedían este puente de mí diciendo “Hasta la vista”, y yo pegaba un respingo. Por eso, con los ojos abiertos como platos escuché el comentario crítico de un amigo en contra de la última coletilla de los informativos: “Todas las miradas se dirigían hacia Carla Bruni”. Se trata de una paradoja, observaba. Quienes dirigen las miradas son esos mismos medios de comunicación, que nos muestran lo que quieren.

El razonamiento es deslumbrante, lo que unido a mi especial sensibilización, me ha tenido escrutándolo todo el fin de semana. Y no termino de verlo claro. Los medios, como los partidos políticos, siguen el método de Quevedo, que a la pregunta: “¿Qué hay que hacer para que las mujeres anden detrás de ti?”, respondía: “Caminar por delante de ellas”. Nuestros medios y nuestros políticos, obsesionados por los índices de audiencia y de votantes, respectivamente, no pueden ni entrar en matices ni crear opinión ni generar debates ni defender ideas sutiles. Simplemente se dirigen al común denominador de la sociedad, que siempre será muy básico. El interés por la política francesa en el Magreb o por su tecnología nuclear nunca será masivo; pero ¿quién no tiene curiosidad, aunque sólo sea de paso, por la vistosa elegancia de la Bruni? Ésas son “todas las miradas” que se dirigen hacia donde toque y, sobre todo, hacia las que se dirigen los medios, para captarlas.

Aprovecharé que voy a pasarme unos días con un ojo cerrado para afinar la puntería. “Todas las miradas” están bien para abrir telediarios o para las portadas del periódico. En páginas interiores tenemos que profundizar. El miércoles que viene, si Dios me conserva la vista, le echaré un ojo a la oposición.

domingo, 26 de abril de 2009

El calor y la calor

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Mi abuela, que era empresaria y, por tanto, muy trabajadora, observaba que en la provincia de Cádiz trabajar tiene mucho mérito. Y eso que no conoció el nuevo récord del paro, que, aun con noventa y tantos años, le habría entristecido en serio. Ella se refería a los festivos impedimentos sucesivos, a las últimas zambombas de la Navidad, que se unen a los primeros ensayos del Carnaval, que no han terminado cuando empieza la Semana Santa, que desemboca, tras la última procesión, en una procesión de ferias, coronada por el Rocío. “…Y después”, decía con una voz cavernosa, guasona y fatalista, “después, llega la caló”.

Tratar al mar en femenino (“El mar. La mar./ El mar. ¡Sólo la mar!”) demuestra marinería. Poner en femenino el calor, al menos en el imaginario de mi abuela, que he heredado, lo sube a unos grados ya inhabilitantes. Piénsese, además, en los tiempos en que no existía ese invento impagable del aire acondicionado. O sea, que la caló es expresión políticamente correcta, porque coloca lo femenino por encima, como José Antonio Griñán, que no ha hecho un gobierno paritario. ¡¿Cómo que no?! Como lo oyen, pero no importa, porque son más las mujeres que los hombres. Ah, entonces, vale.

Previendo la caló que, según todos los pronósticos, padeceremos este verano, he decidido salir a leer al jardín, aprovechando estos días de calor metrosexual, quiero decir, primaveral. Tras un invierno interminable ya tocaba. Excepción hecha de los jardineros, de los jardines se saca poco provecho entre, por un lado, los fríos, las lluvias y los ponientes y, por otro, los levantes y las calores. Incluso en primavera, el aire libre presenta sus dificultades. El otro día, mientras entre línea y línea me distraía con los limpios vuelos de las golondrinas, raudas y rasantes, con el planeo a media altura de los aviones comunes, y con las elevadas vueltas de los vencejos, me cayó digamos que una mancha. Encantos del campo, suspiré. Y corrí a cambiarme, pues, aunque no es lo mismo una lírica cagadita de golondrina que una de urraca, por ejemplo, tampoco se puede ir por ahí dando explicaciones becquerianas.

Aún no ha llegado la caló, pero ya han vuelto los mosquitos, como habrán notado. El verano pasado mantuvimos una lucha sin cuartel que llegó, naturalmente, al derramamiento de sangre. Cuando uno logra aplastar a un mosquito, siente una breve oleada de satisfacción; o a ver si se creen ustedes que los únicos que disfrutan cazando son Bermejo & Garzón. Hay un ancestral instinto que impele al hombre a la caza mayor, menor o minúscula. Luego, contemplando la calcomanía de sangre testamentaria que deja el insecto, no se sabe si sentir piedad por él o por uno, al que, después de todo, perteneció esa gota estrellada.

Y así matamos el tiempo. Como ven, mucho, mucho no leo. Y eso que todavía no están aquí las ferias, ni la caló. ¿Me reñiría mi industriosa abuela?

lunes, 13 de abril de 2009

Envidiado y envidioso

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Mi mujer me ha pegado un buen viaje; quiero decir, me lo ha pagado, y ya no tengo escapatoria. Por mi cuarenta cumpleaños, como si yo no tuviera suficiente, me hizo el regalo de un viaje a Sicilia. Podía haberme pegado una fiesta sorpresa, así que no me quejo; pero las razones por las que tampoco me gusta viajar son muy numerosas y las había explicado en varios artículos, que me pareció que ella leía con enorme interés.

Como no le voy a pedir a usted más memoria que a mi mujer, haré un apretado resumen. Viajar nos pone pinta de turistas y lo vemos todo con el ojo tuerto de las cámaras de fotos. Las maletas son pesadísimas, pero cuando se deshacen se revelan insuficientes. Luego, si el lugar no me gusta, pues no me gusta. Y si me gusta —lo que pasará en Sicilia— es peor: me angustia la sensación de pasar resbalando, de ser una piedra impermeable, más piedra que la de los monumentos. Si me cuesta arrancar, más tarde me cuesta arrancarme, y sufro de ida y de vuelta.

Hay otro horror. Admiro a fray Luis de León, entre otras muchas cosas, por descubrir que el estado ideal del hombre es no ser envidioso —lo que, habida cuenta de lo mal que lo pasa el que envidia, es obvio—; ni envidiado —lo que, habida cuenta de lo que a muchos les gusta despertar el gusanillo, es un hallazgo capital—. Ahora yo me encuentro envidiado por amigos, conocidos y saludados: “Qué envidia de viaje”, me repiten; y, sobre todo, me encuentro envidiándoles la paz, el ahorro, las horas de lectura y de sillón. O sea, que mi caso es milimétricamente el contrario a lo propuesto por fray Luis como el culmen de la vita beata.

Por otra parte y para decirlo todo, no me queda el consuelo de la escapada romántica, que dicen. A nosotros sólo podrían quitarnos intimidad nuestros dos perros, pero ellos se pasan el día ladrando en la valla del vecino. Vivimos, por tanto, en una permanente escapada romántica. Y como en casa no se escapa uno en ningún sitio.

Para colmo, el National Geographic, los vuelos chárter y el Google Earth han devastado la literatura de viajes. Si volviese de Sicilia con tres o cuatro artículos estupendos, el trasiego merecería la pena. Pero ¿quién los va a leer si una imagen cuesta menos esfuerzo que quinientas palabras y cualquiera puede ver las mejores fotografías en internet al módico precio de un click?
Algunos buenos amigos, quizá como una venganza de su envidia, me aseguran que me va a venir de miedo el viaje, ver mundo, salir de casa, airearme… Como han sido varios y desconocidos entre sí, descarto el complot. Al menos necesito ir a Sicilia para desvelar qué me quieren decir. Será un oportuno toque de novela negra. Si descubro algo, lo contaré el miércoles. Mientras tanto, me resigno, porque el regalo que me hizo mi mujer le hace muchísima ilusión. Este artículo no se la chafará, descuiden, si lo lee con la misma atención con que leyó los anteriores.

domingo, 5 de abril de 2009

El penitente perfecto

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No deja de ser un aliciente, para un columnista, que su Hermandad sea la Flagelación.
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Animal Farm

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Una novela que le hizo mucha gracia a mi madre, que se la recomendó a mi mujer, que naturalmente se la leyó de un tirón, sin rechistar y sonriendo, fue Una lectora nada común, de Alan Bennett. En ella se cuenta la compulsiva pasión por la lectura que contrae la reina Isabel II de Inglaterra. Me encantaría que estuviese basada en hechos reales (en todos los sentidos del término), porque de creer a The Queen, la película sobre el mismo personaje coronado, en Buckingham Palace se pasan los días pegados al televisor. Si la realeza gasta esas costumbres también en La Zarzuela, entiende uno que el príncipe Felipe se casara con la presentadora de los telediarios.

Aquí el único que lee compulsivamente debe de ser el otro príncipe Felipe, el de Edimburgo, el que se casó con la reina de Inglaterra. El pasado miércoles, en una recepción que ofrecieron a Obama, informados por éste de que ya se había reunido ese día con Dimitri Medvédev, con Gordon Brown y con David Camaron, Felipe de Edimburgo preguntó al presidente de los Estados Unidos, asombrado: “¿Es que puedes distinguir a unos de otros?”

La prensa inglesa ha calificado el comentario de “vergonzoso” y de “metedura de pata”, pero eso es porque deberían leer más, como el príncipe, y ver menos la televisión. En realidad, el cónyuge real hizo un elegante elogio culturalista a Barack Obama. En las escenas finales de Animal Farm, esto es, de Rebelión en la granja, la célebre fábula de George Orwell, los pobres animales honrados son incapaces de distinguir a sus actuales políticos, los cerdos, de sus antiguos amos, los hombres. Reunidos para debatir (y deglutir y brindar) alrededor de una mesa, los cerdos y los granjeros resultaban idénticos. El príncipe estaba sugiriéndole a Obama que él no era ni una cosa ni la otra. Si se entiende, es un elogio extraordinario, quizá excesivo.

También con su pizca de sorna, por supuesto; pero se trata de humor inglés, con sus ribetes de negro, lleno de sutiles sobreentendidos. Y la verdad es que el humor no es la manera menos caritativa de tratar a unos mandatarios que pretenden crear un nuevo orden mundial en unas horitas de nada, y encauzar de paso la globalización, arreglar el capitalismo, reformar a los banqueros y todo lo que se encarte. En unas horitas en las que, además, desayunan, almuerzan, se hacen múltiples fotos, sonríen, dan discursos y ruedas de prensa, cenan y se despiden afectuosamente. Adam Smith, el sabio escocés que hace más de dos siglos describió en La riqueza de las naciones las leyes invisibles (e inexorables) que rigen el mercado, estará retorciéndose de risa en su cementerio de Edimburgo. A la ilustre calavera liberal la broma de su príncipe le habrá parecido mondante. “No sé si se distinguen unos mandatarios de otros —hubiese remachado de encontrarse en mejor forma física—, pero lo que es de economía, no distinguen tres en un burro”.
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miércoles, 25 de marzo de 2009

domingo, 22 de marzo de 2009

Pues vaya con el animal silencioso...

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Nadie lo diría. Y no sólo por esto:
Ante todo, el lince es un animal silencioso, aunque ronronea, gruñe, maúlla y bufa como todos los gatos. No es un león ni una pantera, pero le hemos oído rugir. También sabe aullar. [...] Los linces chasquean (sonido intenso ante una amenaza), gargarean (en el celo, durante el apareamiento o cuando la hembra se encuentra con sus cachorros) y resoplan. [...] También castañetean los dientes al hacer chocar sus mandíbulas (cuando están cerca de una presa a la que no pueden alcanzar, por ejemplo), y producen un sonido ronco, de baja frecuencia y que podría interpretarse como una manera de amenazar a otros ejemplares.
Sino por la que se ha liado.
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viernes, 13 de marzo de 2009

Y dale con Chesterton

Por la fecha redonda de mi 40 cumpleaños el escritor José Ramón Ayllón me envió una recopilación de citas redondas de Gilbert K. Chesterton, un escritor redondo en todos los sentidos. Mi primer reflejo fue resoplar: “¡Venirme a mí con GKC a estas alturas, si no dejo de leerlo, releerlo, citarlo, traducirlo, prologarlo y —en la magra medida de mis posibilidades— imitarlo!” Pero no sólo había vanidad en mi vahído de protesta, sino una especie de cansancio que se percibe en el ambiente, como los primeros síntomas de una indigestión.

Realmente en España en los últimos años nos hemos dado un festín pantagruélico con las obras del gran Gilbert. Faltan dedos en una mano, y en la otra, y en los pies para contar las ediciones, reediciones, biografías, antologías, colecciones suyas que llegaron a las librerías. Y hasta ha habido una revista espléndida llamada Chesterton.

Los motivos para tamaño festín son variados. Por supuesto, su sustancioso talento. Luego, su humor: la gracia suele ser un problema para que los contemporáneos te tomen en serio (lógicamente), pero en cambio es un espléndido conservante. Mantiene la literatura tan fresca como el primer día. En tercer lugar, el ejemplo de Chesterton, defensor de la fe católica en un entorno hostil, ha sido, por desgracia, necesario para los españoles de estos últimos años. También hay un motivo económico-editorial que no conviene desdeñar: los derechos de autor de Chesterton flotan en el limbo, de manera que resulta muy sencillo y rentable editarle. A él, alérgico al capitalismo, esta última cuestión debe de divertirle bastante.

En cambio, resulta una paradoja tonta y, por tanto, no chestertoniana que quien se pasó la vida defendiendo verdades eternas y riéndose de las modas, sea ahora una fashion victim. Se ha puesto tan en boga que podría estar muriendo de éxito.

Pero no pasará de un leve resfriado. Cuando empecé a hojear las citas recopiladas por mi amigo, empezó, de nuevo, la fiesta. El mismo Ayllón acaba de publicar un libro, 10 ateos se cambian de autobús, donde cuenta, entre otras, la conversión de Chesterton, que ha vuelto a estremecerme por su amor a la verdad. El humor es un conservante, sí, y encima la verdad no caduca nunca. Por eso seguiremos leyéndole y citándole entusiasmados; incluso aunque esté de moda.

domingo, 8 de marzo de 2009

El valor del valor

El título del artículo podría leerse como un homenaje a los vascos y a sus comparaciones monocromáticas, tan graciosas: eres más listo que listo, que dicen para ponderar la inteligencia, por ejemplo. Y me parece bien que se lea así, aunque yo vengo a hacer un elogio a las primeras y valerosas declaraciones de Patxi López después de haber no-ganado-pero-ganado las elecciones autonómicas.

Afirmó: «Ya basta de amenazas, como si una profecía bíblica dijera que el PNV debe estar en el Gobierno siempre, y si no, se abren las puertas del infierno. El PNV debe asumir que es un partido más, y no un régimen o la religión de Euskadi». Hay que quitarse el sombrero (o la txapela, si nos ponemos diferenciales) ante lo ajustado de la expresión de López, cuyo padre era poeta, y algo se le debe de haber pegado. La pretensión del nacionalismo es mítico-religiosa y nada urge más que desactivar esa ensalada mental entre lo que es de Dios y lo que es del César…, o de Patxi: del que sume más apoyos tras las elecciones. Todo esto, a estas alturas, lo sabíamos casi todos. El gran mérito de López ha sido tener el aplomo de decirlo con una claridad meridiana y ante el ojo del huracán.

Las comparaciones del PNV, en cambio, están siendo más desafortunadas que desafortunadas. Aquello de Erkoreka de que será más difícil ver a López de lehendakari que a los cerdos volando fue feo. Y no tanto por su pensamiento desiderativo, que soñar es gratis, sino por la expresión en sí. Con el historial racista del nacionalismo, no huele bien la mención a los cerdos, ni aunque vuelen por los aires, que tampoco. Y la descripción de un Gobierno vasco del PSOE respaldado por el PP como “golpe institucional” y “frentismo español” sonaría a pataleta de quien no quiere soltar el mando en plaza, si no fuera por la zona de España en la que se hace. Si a eso sumamos las amenazas parlamentarias del PNV, que avisa de que dejará a Zapatero sin su asistencia, se ve que López necesitará mucha firmeza.

Los comentaristas políticos se han lanzado a las especulaciones, como es natural. Unos ya se felicitan por un acuerdo de los dos grandes partidos que podría sentar un valioso precedente para afrontar juntos la crisis económica. Otros, más temerosos, desconfían de Patxi López y aun más de ZP. Recuerdan sus trayectorias: la negociación con ETA, la estrategia general del PSOE de aislar al PP, el “plan López” de reforma estatutaria, el ejemplo de Montilla, etc.

Pero meterse a analizar los principios de un político tiene mucho de contradictio in terminis. En verdad todo depende de la aritmética del poder, y ahí lo cierto es que a Patxi López se le abre la posibilidad de gobernar con los apoyos justos y necesarios como para obligarle a desactivar los círculos viciosos de un nacionalismo con pretensiones de permanencia sempiterna y pseudo-religiosa. Hoy por hoy, la clave es que no le falte valor.

miércoles, 25 de febrero de 2009

Hecho polvo

Las astenia me tiene hecho polvo, lo que me viene muy bien para el día de hoy. Y el comentarista colabora, Dios se lo pague.

domingo, 22 de febrero de 2009

Tosco sayal

Contra la tradición literaria y la liturgia, la primavera para mí empieza tristemente. Llevaba tres días arrastrándome por las aceras, sin comprender cómo podía afectarme tanto la caída de las Bolsas, hasta que, haciendo un esfuerzo ímprobo, levanté la vista al cielo y descubrí la primera golondrina. Mi corazón aleteó. Comprendí que estaba, simplemente, pasando la astenia primaveral de todos los años. Cogí fuerzas, miré alrededor y, sí, habían florecido ya las retamas, con esa flor blanca, diminuta, que huele a limpio.

¿Y qué tiene que ver la liturgia con todo esto?, preguntarán, escamados, los lectores laicos. Pues que a mí, queridos amigos, no sólo se me adelanta la primavera, sino también la Cuaresma. Llega el Carnaval y, mientras que ustedes y el resto de nuestros paisanos se divierten de lo lindo (o, para ser precisos, a lo bestia), yo me cubro la cabeza de ceniza y visto un humilde sayal.

No, no es un disfraz, sino una metáfora. De hecho, apenas me disfrazo, porque tengo de sobra con mi careto y con los tipos diversos que represento a fuerza de pluriempleo —y que no falten—. Tampoco me escandalizan los excesos de estas fiestas, no seáis mal pensados. En lo que respecta al exceso, ya es Carnaval todos los fines de semana, y uno tiene el cuerpo hecho al signo de los tiempos.

Lo de la ceniza y el tosco sayal no es voluntario. Oigo el concurso del Falla y recibo una cura de humildad, una terapia de choque. Los otros meses puede uno ir por la vida más o menos satisfecho de haberse conocido, pensando que de vez en cuando un juego de palabras le sale gracioso y que su crítica política tiene cierta punta. Pero llega febrero, ay, y asisto acomplejado a este derroche de sal, de mala uva sin hacer sangre, o haciendo sangre, pero sin que llegue al río, o llegando al río, pero sin alcanzar el mar, que es el morir, o desembocando en el mar, que es un pozo sin fondo de sal. En fin, que uno escucha la final del Falla boquiabierto, prácticamente boqueando, tratando de coger el aire (tirititrán-tran-trán) y aprender.

Para consolarme, reconozcamos que la realidad española colabora bastante más con los autores de chirigotas, comparsas, coros y cuartetos que con los columnistas de opinión. Se observa lo que pasa y entran ganas de ponerse a corear: “Esto es Carnaval; esto es Carnaval”. Eso si está uno de buen humor y no da en la melancolía. Miren el patio: el ministro de Justicia cazando sin licencia de la mano de un juez disfrazado de cazador; la economía tiritando; Magdalena en Siberia; el paro que no para; la Bolsa vacía y ciertos bolsillos llenándose...

Casi estoy deseando que pase pronto el Martes de Carnaval, a ver si despertásemos de este mundo al revés. Si no, por lo menos se acabarán las coplas y, mientras inclino la cabeza para que me impongan la ceniza, podré ir recuperando algo la autoestima y, quizá, un poco de vanidad, que anima mucho.
[No hay trampolínk porque en la página web del Diario han
colgado otra vez el artículo sobre las citas. O sea, que ahora
sí que sobre cito.]

La muerte y yo

La paradoja que, poniendo cara de aguda inteligencia, achacan a los católicos, esto es, que no condenamos absolutamente la pena de muerte en todos los casos y en cambio estamos contra el aborto y la eutanasia, es reversible. Ellos están contra la pena de muerte, pero a favor del aborto y la eutanasia. Por un lado, el nuestro, está claro que se trata de una cuestión de culpabilidad o inocencia, esto es, de estricta justicia. En el otro lado la paradoja es la misma, pero muchísimo más oscura e incomprensible.

Caben, desde luego, importantes matizaciones al primer párrafo. Las reservas del Catecismo de la Iglesia Católica a la aplicación de la pena de muerte son máximas. Además, la Iglesia intercede por la vida de los condenados a la pena de muerte. Las hemerotecas están llenas de las súplicas de los Papas en estos casos. Y todavía más: la inmensa mayoría de los cristianos están personalmente en contra de la pena capital. Por tanto, que la doctrina de la Iglesia, y yo con ella, no la condenemos en teoría como intrínsecamente ilegítima para determinados casos y con estrictas garantías se queda como un testimonio de honestidad intelectual. La Iglesia —y yo con ella— ha preferido arrostrar las incomprensiones del discurso de lo políticamente correcto, defender la verdad de las cosas e interceder luego en la práctica por la vida de los condenados.

También caben puntualizaciones en la parte oscura. ¿Protestan al menos con el mismo ímpetu contra las penas de muerte que se aplican en Estados Unidos que contra las de Cuba o Irán? Y conste que sólo les pido el mismo ardor.

A mí, sin embargo, me desconcierta mucho más otra paradoja. ¿Por qué somos los cristianos, que creemos en la vida eterna, los defensores a ultranza de la vida temporal? ¿No sería más propio nuestro lo del cuento aquel de Borges en que uno pregunta a otro si se mató y éste responde: “Pues francamente, no lo sé”? Quizá Chesterton explote esta paradoja en algún lugar de su obra inabarcable. Tomás Moro, que con gracia y coraje defendió su vida sin vocación ninguna de mártir, me daría una explicación tan atinada como divertida. Y algo dijo San Pablo de pasada. Pero mientras yo desentraño o no esta paradoja, la disfruto. ¡Viva la vida, ésta y la de más allá, la mía, la de ustedes, la de todos y la de siempre!

domingo, 8 de febrero de 2009

Fe (de erratas)

La primera es del periódico. Le han quitado las mayúsculas a la Virgen de la Cueva. Menos mal que yo se las pongo después, en el texto.

La segunda. Con las prisas, que fueron mías, psicológicas y, por tanto, tontas, me fié de mi memoria y transcribí mal los versos de Aquilino, que en realidad son:
Qué pena que no viniera
un diluvio universal
y se ahogara del alcalde
al último concejal.
Menos mal, a pesar del error, lo de mi mala memoria, pues una cosa es desear que la riada se lleve a Zapatero y otra que se nos ahogue el hombre. Distinto es a un hipotético concejal que a un señor, al fin y al cabo, de carne y hueso.

domingo, 1 de febrero de 2009

sábado, 31 de enero de 2009

El balcón de Beades

Lo normal es que usted no tenga ni la más remota idea de quién es Beades. Se trata de un poeta actual muy conocido y a un poeta actual muy conocido no lo conoce, como es lógico, casi nadie. Nada que ver con la fama de cualquier personaje secundario de una serie de televisión de éxito relativo. En cualquier caso, no se vayan. A los efectos de este artículo bastará con los datos de Beades que yo les iré facilitando.

Jesús Beades, que de ser un futbolista prácticamente estaría ya jubilado, es un poeta joven. Nació en Sevilla en 1978. Tiene, entre otras cosas, varios libros publicados, una guitarra, una colección de muñecos de la Guerra de las Galaxias, un indudable talento, barba a veces, varias cámaras de fotos, un blog llamado Di amigo y entra y un piso con un balcón.

No lo traigo a ALBA para a hacerle propaganda, ojo, pues hace tiempo que no publica. Lo traigo a cuenta de su balcón y de algo que me contó la última vez que nos vimos. Yo le celebré por todo lo alto las entradas de su blog en las que nos cuenta que se asoma a ese balcón suyo. Suele ilustrarlas con una foto crepuscular y cálida.

Me replicó que esas entradas del balcón eran las más aplaudidas por los internautas, pero que, curiosamente, eran las que menos trabajo le costaban a él. Cuando llevaba tiempo sin escribir en el blog y no se le ocurría nada, miraba por el balcón, y, hala, entrada nueva.

Reconocí inmediatamente esa relación misteriosa entre facilidad y éxito, que tanto atormenta a los artistas. El público detecta y admira lo que se hizo sin esfuerzo. El autor, en cambio, asume que si lo hace con facilidad es porque ya tiene trillado el campo y debe buscar nuevos retos en los que exigirse y seguir creciendo.

Nos pasa a todos. Mis columnas más celebradas son aquellas en que me dejo caer no de un balcón sino sobre mi suegra y, de hecho, podría recopilar esos artículos hasta hacer un volumen grande y monográfico. La madre de mi mujer es un filón casi inagotable. Y digo casi, porque la paciencia de mi mujer se agotó. ¿Por qué no escribes un poco de tu madre, por variar?”, sugiere. En casa compartimos las tareas domésticas, y mi mujer hace la voz de mi conciencia.

El resultado es que un autor no puede descansar, ni siquiera acodado en su agradable balcón. Y que tampoco debe dejar descansar a sus lectores, lo siento.

viernes, 23 de enero de 2009

La despedida

Al día siguiente de cumplir cuarenta años, me di de bruces, inesperadamente, con un artículo de Hilaire Belloc sobre el tema. “¡Jolín, qué casualidad!”, hubiese exclamado de creer en las casualidades. Como no es mi caso, me lo tomé como un regalo.

En el artículo, el Anfitrión, trasunto del autor, que se precipitaba entonces (1908) a la cuarentena, se despide de su invitada, la Juventud. Toda visita llega a su fin, comentan, y aunque han sido muy felices y se divirtieron juntos, toca decirse adiós. La Juventud se lleva dos maletas, una inusualmente grande y otra muy pequeña. La primera está cerrada y la segunda abierta.

Preguntada por el particular, la Juventud se sonroja. En ambas lleva sus cosas, pero como han vivido tanto tiempo juntos, puede que el Anfitrión hubiese llegado a creer que eran de él. En la grande y cerrada va aquello que la Juventud tiene que llevarse por una ley inexorable. Cuando, a petición del Anfitrión se la abre, éste se entristece: “Te estás llevando casi mi propio ser”. Ahí están el enamoramiento de las mujeres, hondo y cambiante como un caleidoscopio, y la despreocupación, y un pañuelo de seda sin nombre que daba a todo una sensación de plenitud y de satisfacción. Sin él, ni los placeres serán lo mismo. También se lleva la agilidad, el sueño profundo, la risa total…

En la bolsa pequeña están las propiedades que la Juventud sí podría dejar de recuerdo a su amable anfitrión. Cierto orgullo fanfarrón, que Belloc rechaza, el sentido del color y la forma, la salud, la ilusión por el futuro…

Belloc, como es un caballero, se comporta con dignidad, pero se percibe a lo largo de todo su artículo una suave melancolía fatalista. La Juventud, por suerte, en el último momento, recuerda que su Señor le ha dado una carta para él. Se trata de una promesa firmada y sellada por la que se compromete a devolverle todo lo que ahora la Juventud se lleva y más en la Inmortalidad.
“¡Oh, Juventud!”, exclama enternecido el Anfitrión. “No, no me lo agradezcas a mí. Es a mi Señor a quien tienes que agradecérselo”, puntualiza la Juventud, que se va.

Comprenderán ustedes que yo, que no creo en la casualidad, piense que esa carta, sellada y firmada y transcrita por el amanuense Hilaire Belloc en 1908 y que me llegó el día después de mi cuarenta cumpleaños, era un regalo.

martes, 20 de enero de 2009

Azofaifa

La prensa está como don Mendo, si me permiten la memoria histórica, el de la famosa venganza escrita por Pedro Muñoz Seca. Según Azofaifa, la enamoradísima criada mora, don Mendo andaba obseso con su antigua novia: “La nombras dormido, la buscas despierto,/ Magdalena dices, al abrir los ojos;/ Magdalena, dices, al rendirte al sueño./ Y hasta hace unas horas, cuando en la hostería/ te desayunabas, pediste al hostero,/ en vez de ensaimada, una magdalena,/ y eso fue una daga que horadó mi pecho”.

Más taimada que ensaimada, la Magdalena de la obra de teatro, hace de las suyas para ganarse tanto protagonismo. La Magdalena nuestra es más bien una ensaimada, una ensaimada sintáctica como mínimo. Su protagonismo también se lo ha ganado a pulso (“antes partía que doblá”), aunque con otro método: no hace lo suyo.

Lo que sí hace es ejercer de andaluza, pero ella sola, ¡mucho cuidado con ayudarla! Cuando uno de Ezquerra la llamó señorita andaluza, que hay que estar sordo y ciego, ella contestó que eso era lo peor que le podían decir. Ahora que la Nebrera ha tenido la poca gracia de comparar su acento con un chiste, también se ha ofendido. Lo de esos catalanes no es evidentemente el arte de las comparaciones, pero convendría que, para evitar malentendidos, Magdalena nos explicase qué tipo de andaluza es. Yo creo que de las de rompe y rasga. Y eso lo explica todo.

domingo, 11 de enero de 2009

Cuando el grajo vuela bajo

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Hace un frío considerable. En estos días, sale solo acordarse de Al Gore y de su teórica teoría del calentamiento, pero eso sería jugar con el viento (siberiano) a favor y lo dejaré para otro momento de climatología más neutral. Parece, no obstante, que se enfría el ardor guerrero de los creyentes en el calentamiento. Hay quien dice que es por la crisis, que nos tiene a todos tiritando, y que les quitó las ganas de poner ni una cortapisa más a la industria, pero me malicio que se puede atisbar también cierto desengaño más científico.

Sea como sea, lo indiscutible es que este frío nos ha cogido de sopetón. El verano es caluroso, sí, pero las Navidades son cálidas, que es mucho mejor, con chimeneas y puestos de castañas y abrazos entrañables. En “Antiguo muchacho”, Pablo García Baena describe sus Navidades de entonces: “La casa se atibiaba en lumbre de braseros”. O con braseros o con calefacción central o eléctrica, así siguen siendo todavía los hogares en Navidad, atibiados. Y las ciudades, iluminadas y musicadas, también se entibian. Por eso, que la ola de frío haya venido justo ahora, cuando volvíamos al trabajo y las calles se apagan, nos ha sentado —por el contraste térmico— mucho peor.

Volvíamos al trabajo los que podemos. El final de las vacaciones ha coincidido con las escalofriantes cifras del paro y con los datos de la producción industrial, que se congela. El genio del lenguaje distingue muy bien entre quien se queda en casa (por una baja por enfermedad) y quien se queda en la calle (porque perdió el trabajo). “Quedarse en la calle” es una expresión punzante que transmite desamparo, desorientación, intemperie y mucho frío. Zapatero, que tira con pólvora del rey, esto es, con dinero del pueblo soberano, o sea, con sus impuestos y con los míos, ha prometido que mejorará la cobertura de desempleo. Probablemente sea una medida imprescindible teniendo en cuenta el frío que nos queda por pasar. Pero eso, siendo mucho, no quitara apenas nada de la hipotermia interior que implica “encontrarse en la calle”.

Además, como si no bastase con la meteorología, los rusos cortan la calefacción a media Europa. Y todavía peor, las imágenes de Gaza hielan la sangre. Ya intentaremos el complejo análisis geopolítico; ahora uno piensa en los que van a tener la suerte de no morir. Se encontrarán con un paisaje de casas derruidas. En las guerras, cuando llega el alto al fuego, comienza un frío minucioso, físico y más aún moral, que para ellos se queda, pues ya no copa las primeras planas internacionales.

Dante, que fue un perdedor y un refugiado político y al que confiscaron su casa de Florencia y se quedó en la calle, imaginó el centro del infierno como unos hielos perpetuos, no como unos fuegos espectaculares. Estos días en que los grajos vuelan —no bajo— a ras de tierra, me ha acordado mucho de la Divina Comedia (por no hablar de Al Gore).

martes, 6 de enero de 2009

Anti Auto Ayuda

Los libros de autoayuda tienen mala fama y buenas ventas. No se puede aspirar a más en la sociedad actual. Por tanto, a esa crítica de por qué sus autores no se ayudan a sí mismos, hay que negarle la mayor. ¡Vaya si lo hacen!

El problema estriba en si nos ayudan a nosotros o no. Mi experiencia es limitada, pero intensa. Una vez toqué un libro de autoayuda, que me dio un amigo para que se lo pasara a una amiga. En el interín, cometí el error de abrirlo al azar, y desde aquel día padezco una maldición. El autor, de cuyo nombre ni llegué a enterarme, aseguraba que todos sus fracasos habían sido maravillosas oportunidades, gracias a las cuales había mejorado una barbaridad. “De no haber sido despedido de mi trabajo de alto ejecutivo, no habría escrito este libro”, afirmaba ufano.

Yo le creí. Y desde entonces persigo el fracaso con frenéticos esfuerzos. Pero me esquiva con la implacable coquetería huidiza de todo cuanto es deseado. Escribo lo que me parece en mis artículos: misteriosamente no me despiden. Desde que he renunciado a un puesto en el escalafón del Parnaso poético, me echan quizá más cuenta. Lanzo órdagos, y no los pierdo. Me premian la imprudencia, el ansia agónica de hundirme. Nada extraordinario, por supuesto. Para eso tendría que fracasar, pero el fracaso, ay, me se escabulle. Y si por suerte fracaso, por culpa del libro aquel, me sabe a éxito, y ya no vale.

viernes, 2 de enero de 2009

Tipología de usted

Casi siempre coincido con Kiko Méndez-Monasterio. De hecho, sin haber leído su artículo de esta semana, estoy seguro de que lo comparto al cien por cien, más o menos. Por esto no desaprovecharé una ocasión de discutirle algo. La semana pasada, él caía —tal vez por la gripe— en eso tan feo de cuantificar, a lo Juan Manuel de Prada, a sus lectores, que humildemente cifraba en tres, por no superar a los cuatro que dice que tiene el famoso Juan Manuel (y uno se pregunta si no será recochineo).

Yo estoy más con Heráclito el Oscuro y, en relación a mis lectores, uso mucho su aforismo: “Uno para mí es cien mil, si es el mejor”. Y estoy con Kierkegaard el Claro que abominaba de la masa (y, en consecuencia, del periodismo cuando la prensa era, o tempora, o mores, un medio de comunicación de masas). En resumen, que si usted ha llegado hasta aquí es mi lector, y qué más quiero.

Con todo, la preocupación de los articulistas por el número de sus lectores es natural con la que está cayendo en (y cayendo) la prensa escrita. Encima, lectores hay de muchos tipos y no todos valen a todos los escritores. Hay lectores a los que gusta leer lo que piensan. Estos, entre líneas, aprovechan para exclamar: "Ya lo decía yo” o, en los casos más sensibles: “Así lo diría yo si tuviese prosodia de sobra”.

Otros son los que prefieren pensar lo que leen. Esos, entre líneas, se asombran: “Anda, pues es verdad, en esto no había caído antes”. A esos lectores, o lector, o lectora, sean los que sean, aspiro yo. Comprenderán ustedes, o usted, que eso complica mucho las cosas y que no voy, además, a ponerme a contarlos.

Complica mucho las cosas al lector, sí, y me las complica bastante a mí que tengo que reflexionar bien sobre qué escribir y qué, y no sólo cómo. Cuando uno escribe para Alba, la complicación se vuelve ya insoluble, porque los lectores de este semanario, en principio, por principios, comparten las ideas fundamentales que uno sostiene.

A menudo pienso que tengo poco que aportarles a ustedes, o a usted, y que quizá me convendría buscar en otra parte lectores menos afines. Claro que todo es muy lioso, porque si va llegando hasta mi punto final, a fin de cuentas usted está siendo el me aporta: la mitad, como mínimo, del sentido de mis frases. Muchas gracias por todo.