domingo, 11 de octubre de 2009

Juana Jugan

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Cuando vi venir hacia mí a la monjita, con paso firme y la mejor de sus sonrisas, me eché la mano a la cartera. No para protegerla, eh, sino para darle algo. Era una hermanita de los pobres, y las conozco: ruegan a los ricos (que somos de la clase media para arriba, todos) para dárselo a los pobres, robin-hoods místicas. Cuando llegó a mi altura, que es un decir, porque era muy bajita, me dijo: “Quería pedirte…” “Ya, ya, hermana…” “Quería pedirte por favor que escribieras un artículo sobre nuestra fundadora. La canonizan el domingo 11 de octubre”. Y sacó de un bolsillo un trozo de papel cuadriculado, más arrugado que doblado, donde con una letra bastota, que no era de colegio de monjas precisamente, traía apuntada una dirección web. Lo puso en mi mano: “Por si necesitas información…”

Me hizo una ilusión inmensa. Las Hermanitas de los Pobres no piden nunca a humo de pajas y no paran de pedir, porque necesitan mucho, y si, en vez de dinero, me pedían un texto, oh, será que vale de limosna, que ya es valer. No es la primera vez que alguien me pide un artículo, es cierto, pero nunca por caridad. Suele ser gente muy cabreada con el Servicio de Correos o con los horarios de los trenes o con Zapatero o con los que llegan tarde a los toros y que, en vez de escribir ellos una carta furiosa al director, pretenden que se la redacte yo.

La fundadora de las Hermanitas de los Pobres, a partir de hoy santa fundadora, fue Juana Jugan. Nunca se me había pasado por la cabeza escribir de ella. Del asilo de sus monjas en El Puerto alguna vez sí. Ante la oleada de laicismo, que la han tomado con las cruces y con las clases de religión, pensaba, con mentalidad de hermano mayor del hijo pródigo: “¡Y luego alguno de estos laicistas incansables, cuando su salud se resienta de tanto exceso, me quitará mi plaza en el asilo de ancianos de las hermanitas, encima!” Porque, como todo el mundo sabe, los viejecitos están de maravilla en las manos de las monjas, que se desviven por ellos.

Luego, lo dejaba, porque un columnista se debe a la actualidad, y eso era un futurible y un desahogo. A lo más que llega uno es a escribir a veces de temas intemporales bajo el amparo de estos versos de Álvaro García: “Deja la actualidad, que se hace sola/ y ve al presente, que te necesita”. Nunca me había planteado un paso más: deja la actualidad, que se hace sola, y ten presente a las que ayudan a los que lo necesitan.

Sin embargo, con la tinta negra del periodismo por las venas, ni hablando de una santa puedo dejar de mirar con el rabillo del ojo a la actualidad, y me hace gracia la prisa que se han dado en conceder el Nobel de la Paz a Obama antes de que haga nada (o antes de que no haga nada). Qué contraste. Santa Juana, tan humilde en su constante servicio a los ancianos y los pobres, ha podido esperar tranquilamente más de cien años este reconocimiento de la Iglesia Universal.

sábado, 10 de octubre de 2009

El curioso caso de James Laughlin

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Entre los recuerdos más emocionantes de mi paso por la Universidad de Navarra, está un breve encuentro con Rafa Domingo, que había sido mi profesor de Derecho Romano en 1º de carrera. Corría junio y yo estaba en 5º. Una mañana nos cruzamos por la Avenida de Pío XII. Me preguntó muy amable qué salida profesional tenía prevista y yo le respondí muy ufano que opositaría a judicatura. Sorprendentemente, se sorprendió mucho, y me desanimó lo que pudo, con rara insistencia. Tenía clarísimo —aseguró— que lo mío era la enseñanza. Aluciné, literalmente, porque desde el examen oral de 1º no había intercambiado conmigo más de dos o tres frases corteses. Nada más doblar la esquina, resolví, un poco amoscado, olvidar su consejo.

Cuatro años después mi vocación a la literatura se había metido como un elefante en la cacharrería de mi temario, haciendo un destrozo, y yo había decidido opositar mejor a Secundaria, y había aprobado, y estaba dando mis clases, tan contento. Tras tantas vicisitudes, un día recordé de pronto aquella conversación con mi antiguo profesor, y me pregunté, perplejo: ¿cómo lo supo?

Lo he vuelto a comprobar con el curioso caso de James Laughlin (Pittsburg, Pennsylvania, 1914-Norfolk, Connecticut, 1997). En Harvard sintió la llamada de la poesía. Ni corto ni perezoso, se embarcó hacia Europa en busca de Ezra Pound. Se instaló con él en Italia, de discípulo. Hasta ahí, estamos ante el extraordinario ímpetu de una vocación artística, o sea, ante una historia más o menos ordinaria. Lo insólito viene a continuación.

Ezra Pound, tras seis meses de estrecha convivencia, le diagnosticó: “Nunca serás un gran poeta, muchacho. ¿Por qué no tratas de hacer algo más útil?” Y le propuso que se convirtiera en editor. James Laughlin, en vez de molestarse, le hizo caso. Se volvió a Harvard y creó la editorial New Directions, que gestionó con maestría y que acabaría ejerciendo un papel importante en la cultura norteamericana. Su primera publicación fue una antología donde incluía, en un lugar de honor, a Pound.

Y aún queda lo mejor de la historia. Durante 40 años, que se escriben rápido, pero son cuatro décadas, esto es, mi vida exacta, Laughlin se mantuvo fiel al consejo de su maestro (con alguna pequeña trampa, todo hay que decirlo, pues publicó algo una vez bajo seudónimo). Pero un día no pudo más, y empezó a sacar poemarios suyos. Esa desobediencia era necesaria para evitar la idolatría: uno sólo es el Maestro al que obedecer del todo. La desobediencia redundó también en pura justicia poética. De haber guardado Laughlin un silencio absoluto, Pound hubiese pasado a la historia como un déspota capaz de ajar una tierna vocación lírica en ciernes. Como los poemas no eran de primera categoría, quedó claro que era un crítico excepcional.

Aunque menor, la poesía de Laughlin es deliciosa, sin embargo. Tiene una sencillez muy educada y emocionante. Quizá la áspera lección de Pound, además de para convertirle en un editor sobresaliente, le sirvió para escribir una poesía sin mistificaciones ni adornos, de tan humilde, humanísima. Incluso en esa desobediencia final suya, tuvo en cuenta las palabras de su maestro, y supo aprovecharlas. Leyendo sus Poemas de amor se disfruta bastante. No sólo de grandes poetas vive el lector.

Como discípulo, si yo hubiese atendido más a Rafael Domingo, me habría ahorrado dos años (que para mí se quedan) de exhaustivo temario de judicatura. Ahora, ya como profesor, me pregunto a menudo: eso, ¿cómo se hace?, ¿cómo aconsejar así a mis alumnos? Sería maravilloso que me obedeciesen, no 40 años, no pido tanto, sino durante las clases y un poco más allá. De hecho, me quedaría más tranquilo sabiendo que al final harían lo que les diese la gana. Qué responsabilidad impropia tener la última palabra. Por todo, Laughlin, aparte de editor extraordinario y de poeta encantador, fue el discípulo perfecto. Quién lo pillara. Y quién lo hubiese sido.

domingo, 4 de octubre de 2009

Una necrológica imposible

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Cuando el martes por la mañana me enteré de la muerte de José Antonio Muñoz Rojas, a la noticia triste se unió la pena de no tener tiempo de escribir una necrológica para mi columna del miércoles. Lo dejé para hoy: podría —me consolé— pensarlo más. Sin embargo, ahora compruebo cuánta razón tenía Juan Ramón Jiménez: “Lo malo de la muerte no ha de ser más que la primera noche”. Tampoco la muerte es eterna y muy pronto la vida, de otra forma, acaba imponiéndose.

Sería muy raro que siendo Muñoz Rojas un poeta profundamente católico y tratando yo de ser en esto también su discípulo, me olvidara de consignar que lo primero que nos consuela de la muerte es la Vida. Lo ha zanjado Enrique Baltanás en una copla redonda: “José Antonio Muñoz Rojas:/ gloria, sí, la que te deban…/ Pero, sobre todo, Gloria”. Y lo mismo, al modo teresiano, la abadesa del Carmen Descalzo de Antequera, donde se celebró el funeral, que dispuso que las campanas no doblaran a muerto, sino que tocaran a gloria. Por otro lado, su vida terrenal (que diría Jorge Manrique) fue una vida cumplida. Algunos lamentan que no llegara a cumplir los cien años este 9 de octubre. La madre de Borges también murió a las puertas de su centenario.

Cuando alguien se lamentó ante el desolado hijo de que no hubiese alcanzado por los pelos el número redondo, Borges replicó: “Me parece que exagera usted el prestigio de la aritmética”. Era la manera borgiana —culta e irónica— de contestar: “¿Y qué más da?”

Y además está la vida de la fama: la que otorgan las obras perdurables. La obra de Muñoz Rojas es breve y buena. Su libro Las cosas del campo entusiasma por igual a los amantes de la literatura y a los de la naturaleza. Su poesía es muy personal, con una gran influencia de la lírica inglesa, que le da soltura y flexibilidad. Sus poemas no pesan, flotan; sus sílabas, silban. Es la poesía más transparente que conozco a la inspiración. El primer verso lo facilitan los dioses, según la inspirada observación de Valéry, y el resto tiene que ponerlo el poeta; pero Muñoz Rojas se limitaba a seguir el vuelo del regalo, y a seguirlo sólo durante los versos en los que aún alentase el aleteo del don. A partir de ahí, otros versos ya no le interesaban y los dejaba ir como una cometa que se suelta. Era el signo de una humildad muy grande y de un respeto inmenso por la poesía y por el lector.

Consiguió esa vibración hasta en sus ensayos. Nunca me he emocionado tanto con un trabajo de crítica como con el suyo sobre John Donne, cuando cuenta su descubrimiento de un ejemplar en español, el Josefina del Padre Gracián, con un autógrafo del poeta metafísico inglés.

Son tantos versos y horas de lecturas y unos cuantos encuentros personales tan inolvidables que una columna necrológica es imposible. Con José Antonio Muñoz Rojas me pasa lo que cantan estos versos anónimos: “No hay ausencia. / Tengo tanto de ti/ en mi interior/ que estando yo conmigo/ tú estás siempre presente”.

sábado, 3 de octubre de 2009

El trabajo bien hecho

Escribir es llorar, lloró Larra. Decía que en España, pero no creo yo que en Filipinas, por ir a nuestras antípodas, escribir sea un lujo asiático. Sobre las angustias del escritor no se pone el sol. Economías aparte, ¿qué me dicen de la inquietud por si el último artículo está a la altura de los lectores? ¿Por si uno se habrá explicado claro y con gracia?

Afortunadamente en Misión no sufro tanto. Ya se habrán fijado ustedes en lo bonita que resulta siempre esta página. El título de la sección, “El punto sobre la i”, que yo puse como un signo de humildad, para que ustedes me pusieran, como permite mi apellido, Máiquez, el punto sobre la ídem cada vez que quisieran, lo han diseñado tan bien que ahora me enorgullece igual que el lema de un escudo nobiliario. Y las ilustraciones siempre son encantadoras, llenas de gracia y de sentido, subrayando lo mejor del texto.

Tanto es así, que mi suegra —sí, sí, mi suegra— está coleccionando mis páginas en Misión para encuadernarlas en piel y con letras doradas. Ustedes podrán pensar —y yo lo agradecería— que lo hace por el cariño que me tiene, o incluso por la calidad intrínseca de mi prosa —lo que les agradecería todavía más—; pero, sin descartar que todo influya, espero, les diré que llevo años escribiendo en prensa y en revistas y hasta libros y que nunca hasta ahora mi suegra había mostrado este enternecedor entusiasmo encuadernador. Como mínimo en parte se lo debo al diseñador y a los ilustradores.

También hay nuevas sombras, tengo que reconocerlo. Porque si me he librado de la ansiedad de preguntarme si a mis lectores les gustará lo mío, que la página al menos les gustará seguro, ahora, según voy tecleando, me inquieta pensar: ¿cómo van a dibujar algo para esto, tan abstracto? La tentación mía en Misión es escribir siempre cosas fácilmente figurativas. Si no lo hago, es porque no se me ocurren. A cambio, a ellos siempre se les ocurren maneras de ilustrármelas con arte.

No lo comento ni mucho menos para quejarme de mis angustias profesionales ni sólo para dar públicamente las gracias por estas páginas tan redondas. Pretendo sacar una enseñanza, más que nada para mí, y luego, tal vez, para todos. Qué regalo es el trabajo bien hecho. Los ilustradores ejercen su profesión, ganan su salario y se llevan a casa la satisfacción del deber cumplido. Y ahí acaba todo, pensarán ellos. Pero no. Cuando uno hace bien lo suyo, echa a rodar por el mundo una cadena de causas y de efectos que va sembrando a su paso efectos beneficiosos. Diga lo que diga Larra, cuando escribo en Misión, no lloro apenas. Y qué me cuentan de mis relaciones con mi suegra, rebosantes de admiración y agradecimiento.