martes, 22 de febrero de 2011

Un lector

[Artículo de 2005]

Ha muerto, en accidente de tráfico, Gonzalo Terry. No fue amigo mío sino algo, si cabe, más singular.,Sin duda, más difícil: fue mi lector. No un lector más, sino el mío. Recuerdo la emoción que me produjo ver, por fin, en las tarjetas de préstamo de mis dos primeros libros, en la Biblioteca Pública del Puerto, un nombre y una firma: los suyos. Entonces sólo sabía de él, bastante más joven que yo, que era hijo de una amiga de mi madre. Me enteré, luego, que su lectura compulsiva de poesía —todos los poemarios de la Biblioteca llevaban su firma— había provocado el natural cataclismo, y que Gonzalo dejaba la carrera que estuviese haciendo, no sé si Economía o Derecho, una carrera normal de niño bien, por Filología Hispánica. Lo llevaba en la sangre porque era sobrino de Alberti por Merello doble.

Finalmente, lo conocí, y con paciencia, pues era tímido, al menos conmigo, le fui sacando algunas frases. Aquel silencio suyo no ofendía: lo acompañaba de una sonrisa cálida y de una mirada clara. Me dijo que no escribía aún poemas; se trataba de un lector puro. Por eso digo que fue mi lector, porque, aunque un puñado de personas habían leído mis libros, eran en su mayoría —excepción hecha de la familia— otros poetas. Los poetas nos leemos unos a otros con un interés profesional, para ver qué hace la competencia o, simplemente, para estar al día. Pero si el juicio crítico de los parientes se ve enturbiado por la sangre, que es más espesa que la tinta; el de los poetas se ve eclipsado por el amor a la obra propia.

Si hablo de Gonzalo como lector mío no es por darme importancia, aunque tener un lector, uno sólo, tenga muchísima. Hablo de él como lector porque es como le conocí, y porque creo que a la gente de una pieza basta rozarla un poco para oír cómo tañe el metal de su campana.

Me lo encontraba después, de vez en cuando, en la playa o en la puerta —cómo no— de la Biblioteca Pública. Así, fui asistiendo a sus avances en el estudio de la Literatura y a la ilusión con que encaraba sus nuevos proyectos, como aquel viaje de la beca Erasmus o sus primeros poemas. Yo, que no había tenido el valor de dar el cambiazo y acabé mi carrerita de Derecho, tendría que haber envidiado su valentía, pero, ante aquella sonrisa, a lo más que llegaba era a la admiración, que es la única envidia sana. No quise que subiese la escalera de la Biblioteca para sacar mi tercer libro, y en cuanto se publicó se lo regalé.

Da mucha rabia que alguien muera tan joven, sin causa. Gonzalo tendría que haber vivido muchos años; pero si tenía que morir joven, como los amados de los dioses, hubiera debido ser, como a él le gustaba, ayudando a alguno de sus amigos. Y siempre más tarde, cuando yo, venciendo la timidez que no tengo, pero que él me contagiaba, hubiera podido decirle cuánto me animó, cuánto me ayudó su firma adolescente en la tarjeta de préstamo de mis libros de poesía.

sábado, 5 de febrero de 2011

Mosquetero del Reino de los Cielos


Otra deuda más con Benedicto XVI, ésta tal vez más pequeña y anecdótica pero también de agradecer, es que haya reavivado el interés por Don Camilo y Peppone, los personajes de las deliciosas historias de Guareschi, llevadas al cine en una saga de cinco películas con Fernandel y Gino Cervi como protagonistas. En el libro-entrevista La luz del mundo, cuenta el Papa que, en sus ratos de descanso, le encanta verlas.  No es el primer Romano Pontífice interesado en la obra de Guareschi. Por algo será.

Don Camilo hace su aparición pública en un momento histórico muy delicado para Italia. La Segunda Guerra Mundial produjo una guerra civil entre fascistas y  antifascistas y, luego, entre éstos, casi. Los comunistas y los demócrata-cristianos se disputaban fieramente el poder. Coincidiendo con las elecciones de 1948 sale el primer libro de don Camilo, Un pequeño mundo, escrito por Giovannino Guareschi (Fontanelle di Roccabianca, Parma, 1908), periodista y escritor humorístico muy comprometido con su fe. El éxito fue instantáneo y contribuyó de manera importante a la victoria democristiana.

El argumento es, como su estilo, sencillo, en apariencia. En un pequeño pueblo del  Valle de Po, el arcipreste don Camilo, forzudo e impulsivo, se enfrenta en pequeñas y continuas escaramuzas con el alcalde comunista, Peppone, también fuerte y visceral. El otro personaje principal es el Cristo del altar, con quien el sacerdote mantiene un vivo diálogo, lleno de confianza y humor. Él vela porque la sangre no llegue al río. Con el sucederse de las historias, muy al hilo de la realidad político-económico-social de la Italia de posguerra —huelgas, mítines, desempleo, etc.— vamos conociendo a los distintos habitantes del pueblo.

Sabemos que Benedicto XVI es, además, uno de los grandes intelectuales de Europa, así que nos preguntamos: ¿qué habrá cautivado al Santo Padre de estas sencillas historias?

En su gran poema “Lepanto”, G. K. Chesterton dice de la ventana del Vaticano que desde ella “se ve el mundo muy pequeño”. Ése es, precisamente, el título de la primera entrega de Guareschi: Un pequeño mundo.

Para un agustiniano como nuestro Papa, el enfrentamiento entre don Camilo y Peppone no podrá menos que traerle el recuerdo del choque —en el que consiste la historia de la humanidad— entre las dos ciudades, la de Dios y la del hombre. Claro que aquí el cariño lo hace ver todo en diminutivo, como desde la ventana papal. La rivalidad entre don Camilo y Peppone, a pesar de su violencia retórica y hasta física, está sustentada en la ternura y en la admiración mutua. El contraste es delicioso, y convierte, poco a poco, las luchas políticas en un secreto canto a la fraternidad.

A este Papa, tan preocupado por que la Iglesia escuche atentamente a Cristo, la voz del Cristo del altar, corrigiendo sin descanso a don Camilo, ha de emocionarle. El viejo obispo también corrige lo que puede a don Camilo, pero no deja de ser humano y, a veces, se rinde ante el empuje beligerante, la bravuconería apostólica y la fortaleza física de su sacerdote. Hay un momento en que estalla de admiración y exclama: “¡Vete en paz, mosquetero del Reino de los Cielos!”. Sólo Cristo cuida constantemente por don Camilo, por el obispo, por el pueblo… y por Peppone. Su voz es la de la caridad, la verdad y… la gracia (en todos los sentidos).

UN DON CAMILO SEGLAR

Giovannino Oliviero Giuseppe Guareschi fue su nombre completo. Guareschi se reía de que le hubiesen puesto Giovannino, o sea, Juanito, a un hombre tan descomunal como él. Aunque, por otra parte, nunca se tomó demasiado en serio y el diminutivo retrata a la perfección su humildad.
Durante la Segunda Guerra Mundial, al negarse a luchar junto a los alemanes, fue internado en un campo de concentración. Su lema de entonces se hizo muy popular: “No moriré ni aunque me maten”. Sobrevivió.
En la posguerra italiana fundó una revista humorística, Candido, de corte monárquico que, una vez declarada la república, defendió a la Democracia Cristiana frente al comunismo. Entonces nace don Camilo, alter ego sacerdotal del propio Guareschi, con su fuerza física y su ímpetu moral. También contribuyó a la victoria electoral con un efectivo eslogan: “En la cabina de voto, Dios te ve, Stalin no”.
Pronto le defraudó la Democracia Cristiana, a la que no dudó en criticar hasta el extremo de ser encarcelado a instancias de sus líderes. Se quebrantó su salud, pero no su voluntad. Nunca pidió el indulto.
A la salida de la cárcel, siguió escribiendo, pero también compró un café y lo regentó él mismo, y lo convirtió, inagotable, en un restaurante. En 1968 murió de un infarto. Nos dejó unas historias inmortales.