domingo, 17 de mayo de 2009

Elogio del penalti

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No es lo peor de las nuevas leyes, pero sí lo más triste. Cuánta saña de pronto contra los embarazos no deseados, madre mía, parecen puritanos victorianos, en versión Dr. Hyde. El aborto y la dispensación de la píldora poscoital son una ofensiva en toda regla y a cualquier precio contra los embarazos que se salgan del milimétrico guión de nuestros deseos. Esos embarazos son, por lo visto, el mal que justifica los medios, incluso medios tan extremos como el aborto a menores sin consentimiento paterno o la PDD sin receta. Fíjense que nadie discute, ni siquiera los que se oponen a estas medidas gubernativas, que los embarazos no deseados son el objetivo a eliminar como sea. Al menos hasta ahora, porque aquí estoy yo para discutirlo.

Los embarazos inesperados o a contrapié, en matrimonios que tienen ya el número de hijos (uno o dos, generalmente) previstos y, sobre todo, entre los jóvenes, son (o eran) un clásico. Basta mirar a nuestro alrededor, sin salirnos del círculo de nuestros conocidos, para ver que un número considerable de las personas que nos hacen felices fueron fruto de un embarazo no deseado. ¿Qué hubiese sido de nuestras vidas —piénsenlo— si todos ellos hubieran sido borrados del mapa de un plumazo prenatal? Estremece pensarlo.

Un embarazo no deseado no es lo ideal, desde luego, pero a menudo lo mejor es enemigo de lo bueno. La alegría de un nuevo ser humano que le nace al mundo merece la pena, o las penas, las que sean. Para un cristiano, esos embarazos son un ejemplo casi insuperable del bien que sale del mal. Por eso, hay que celebrarlos y exclamar: Felix culpa!

Además, hoy nadie tiene que casarse por obligación, que esa era la pena máxima, se decía medio en broma. Y aun así se exagera mucho el dramatismo de aquello, porque a fin de cuentas los matrimonios de penalti fueron y son tan felices o no como el resto. Hoy, en cambio, el penalti se convierte en una pena capital para el embrión, sin metáfora que valga.

Una costumbre creciente y que no sé si ha llamado la atención de los sociólogos es lo que podríamos llamar —para no salirnos del campo semántico del fútbol— bodas de córner o de libre indirecto, esto es, quienes llevan años viviendo juntos y sólo deciden casarse cuando quieren tener un hijo. Sorprende que ahora, que ni social ni jurídicamente se requiere el matrimonio para que los hijos gocen de plenos derechos, sigan estando tan vinculados en el subconsciente colectivo la paternidad y el matrimonio.

No tengo nada en contra de esta última jugada, pero me parece ilustrativa de nuestra obsesión por la planificación. Lo que se salga de nuestros esquemas nos irrita sobremanera. Con educación en valores y en responsabilidad y sexual, hay que procurar que no haya un solo embarazo no deseado, eso es verdad; pero si lo hay, tampoco se acaba el mundo. De hecho, para el niño que va a nacer, si se lo permiten, empieza.

2 comentarios:

  1. ¿Qué quieres que diga? Soy el tercer hijo de una familia que se ha caracterizado por tener dos nada más, así que suscribo todas y cada una de tus palabras. El otro día hablaba con un par de magníficos amigos, los quintos hijos de sus respectivas familias y me decían que, en estos tiempos, tal vez ellos no habrían nacido.
    Un abrazo, Enrique.
    (Permíteme un comentario al margen: ayer Miguel entró y comentó en mi blog. Vaya subidón...)

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