Los libros de autoayuda tienen mala fama y buenas ventas. No se puede aspirar a más en la sociedad actual. Por tanto, a esa crítica de por qué sus autores no se ayudan a sí mismos, hay que negarle la mayor. ¡Vaya si lo hacen!
El problema estriba en si nos ayudan a nosotros o no. Mi experiencia es limitada, pero intensa. Una vez toqué un libro de autoayuda, que me dio un amigo para que se lo pasara a una amiga. En el interín, cometí el error de abrirlo al azar, y desde aquel día padezco una maldición. El autor, de cuyo nombre ni llegué a enterarme, aseguraba que todos sus fracasos habían sido maravillosas oportunidades, gracias a las cuales había mejorado una barbaridad. “De no haber sido despedido de mi trabajo de alto ejecutivo, no habría escrito este libro”, afirmaba ufano.
Yo le creí. Y desde entonces persigo el fracaso con frenéticos esfuerzos. Pero me esquiva con la implacable coquetería huidiza de todo cuanto es deseado. Escribo lo que me parece en mis artículos: misteriosamente no me despiden. Desde que he renunciado a un puesto en el escalafón del Parnaso poético, me echan quizá más cuenta. Lanzo órdagos, y no los pierdo. Me premian la imprudencia, el ansia agónica de hundirme. Nada extraordinario, por supuesto. Para eso tendría que fracasar, pero el fracaso, ay, me se escabulle. Y si por suerte fracaso, por culpa del libro aquel, me sabe a éxito, y ya no vale.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
La gaceta de los "ocios": me partes de la risa, amigo Enrique. Gracias.
ResponderEliminar