viernes, 22 de abril de 2011

La poesía sale de procesión


No extraña que la poesía moderna haya prestado una atención especial a la Semana Santa. La poesía se concentra en los asuntos cruciales, y la Pasión lo es, y no sólo literalmente por la Cruz. En las celebraciones de estos días confluyen la teología, el esplendor estético de un arte grande, el renacer de la primavera, los ecos de antiguas celebraciones paganas y una fiesta cívica de hondas raíces populares. Lo ha reconocido el poeta cordobés Pablo García Baena: “Pienso que uno de mis maestros ha sido la Iglesia Católica, la liturgia. Desde pequeño he asistido a los actos normales en una ciudad de provincias: procesiones, oficios de Semana Santa… Todo aquel boato, que entraba por los sentidos e indudablemente poseía una alta espiritualidad, desde niño hizo en mí una mella tremenda”.

La más evidente manifestación lírica de la Semana Santa son las saetas. Dentro de la poesía culta, son los hermanos Machado los que más atención les prestan; Antonio, para rechazar el sufrimiento de Cristo: “¡Oh no eres tú mi cantar!/ ¡No puedo cantar ni quiero/ a ese Jesús del madero,/ sino al que anduvo en la mar!”; Manuel, para admirarlo: “Canción del pueblo andaluz:/ … De cómo las golondrinas/ le quitaban las espinas/ al Rey del Cielo en la Cruz”. En esa línea devocional, emocionan estos versos finales de José María Pemán donde el penitente recuerda a su modelo, el Cirineo, y exclama: “Tocar la cruz/ y hacerme la ilusión de que te ayudo”. Otro subgénero específico muy popular es el pregón de Semana Santa. Aunque suele buscar la exaltación, más que la creación literaria, grandes poetas los han escrito, como el mismo García Baena o Manuel Alcántara y María Victoria Atencia.

Sin negar la mayor, que es religiosa, la Semana Santa se convierte también en la fiesta del esplendor de la primavera y especialmente de sus noches de luna, con un eco de los antiguos ritos de muerte y renacimiento. El poema “Madrugada” de Jacobo Cortines acaba: “el ojo de la luna, el ojo grande que ha visto/ tantas agonías y tantas resurrecciones”. Esa veta enlaza de forma natural con los poemas que celebran la adolescencia y juventud. No hay que olvidar que para muchos jóvenes estas madrugadas son la primera ocasión de salir por la noche. Javier Salvago lo ha contado en el poema “Jueves Santo” con un desgarrado final: “Jóvenes incansables,/ como entonces nosotros,/ recorren la ciudad. […] dioses que morirán/ —como el dios que ayer fuimos—,/ sin remedio ni culpa,/ en la cruz de los años”.

Fiesta cíclica, la Semana Santa resulta propicia para la evocación del pasado y la reflexión temporal. Reflexión en estos  versos de Joaquín Caro Romero: “El tiempo pasa por nosotros como/ los dedos por las cuentas del rosario./[…] Dicen que el tiempo es oro, pero es plomo;/ oro sólo es en Ti y en el sagrario”. Y evocación de la niñez en tantos. Especialmente paradigmática en el poema de Luis Cernuda “Luna llena en la Semana Santa”, que arranca de nuevo del esplendor natural (“Denso, suave, el aire/ Orea tantas callejas,/ Plazuelas, cuya alma/ Es la flor del naranjo./ […] Azahar, luna, música,//Entrelazados, bañan /La ciudad toda”) para centrarse en la recuperación de la infancia: “Lo que así recreas/ Es el tiempo sin tiempo/ Del niño”, y terminar con una inapelable sentencia mítica: “Et in Arcadia ego”.

Junto a la fe y las nostalgias, la Semana Santa es una fiesta ciudadana. Produce también una poesía de observación social, a veces tierna y a veces satírica, que sabe reírse del político que busca figurar en las procesiones y sabe estremecerse con la devoción de los humildes. La figura de los armados de la Macarena, vestidos de rimbombantes legionarios romanos, ha dado mucho juego. Desde un burdo poema ofensivo de Fernando Villalón a la ironía fina del misterioso Bachiller Fulano de Tal, que descubrió en su imprescindible antología literaria de la Semana Santa Francisco Robles. En la línea del prosaísmo sentimental más guasón lean su delicioso sonetillo “El amigo del armado”: “Camina junto al armado,/ le lía los cigarrillos,/ y le ata los cordoncillos/ del coturno colorado.// Le da un chato en un colmado,/ y le espanta los chiquillos/ que empañar pueden sus brillos,/ dando voces indignado.// Si alguno se pitorrea/ traba bronca diligente,/ en su amistad se recrea/ presumiendo ante la gente,/ y con el codo le indica/ cuando lo mira una chica”.  

Tal amalgama sentimental que va desde el dolor a la diversión, pasando por el puro placer de la contemplación estética, puede parecer, a primera vista, heterodoxa. En realidad, se basa en la propensión barroca del español, que transparentan estos versos de Eva Cervantes a Cristo: “Eres muerte y dolor, y das contento;/ y el contento, al mirarte, es amargura;/ y la amargura es luz de entendimiento…” Propensión que se sostiene en la esperanza. La Semana Santa es una fiesta porque termina inmejorablemente. Lo cantó como nadie el portuense Pedro Muñoz Seca: “Virgen de la Macarena,/ ponte la cara bonita/ que ya sabemos to er mundo/ que el Domingo resucita”.




sábado, 2 de abril de 2011

Elogio del espejo


Aunque ahora se nos enfaden Hugo Chávez y Evo Morales, los indígenas americanos hicieron un negocio redondo con el descubrimiento y la colonización. Cambiar sus religiones, a menudo sangrientas, por la fe católica fue un chollo que quizá el único que no vea claro sea el burgués posmoderno, muy amante de la diversidad antropológica, pero más convencido aún de que él en particular no va a acabar tendido en un altar con su corazón humeante en el puño de un sacerdote azteca que en la otra mano sostiene un cuchillo de obsidiana aún goteante. La oferta, para colmo, incluía un dos por uno, y los indígenas se llevaron de regalo el idioma español, que no está mal, pues les daría, con el rodar del tiempo, para leer a Santa Teresa y a J.R.J., entre otros, y para escribir la obra de Alfonso Reyes o de Jorge Luis Borges. Incluso en su imagen más ingenua, la de los indios cambiando pepitas de oro por espejitos, tampoco hicieron el indio.

Un espejo encierra el mundo. ¿Qué es el amarillo brillo del oro sino un sonoro ripio comparado con los infinitos colores que caben en el cristal limpio de un espejo? El universo, a través suyo, tiene un no sé qué de transfigurado. San Pablo afirmó que vemos como en un espejo y que sólo en el Cielo lo haremos de frente. Tal vez un espejo corrija el otro espejo de nuestra invertida visión terrenal, y por eso todo en él adquiere un halo glorioso.

Lo debió de percibir Stendhal cuando propuso que la novela tiene que ser un espejo situado al borde del camino. No hablaba, estoy seguro, de copiar y firmar, como un notario. Reflejar la vida con un plus de exactitud y de magia, ése es el secreto de los espejos y del arte. Un secreto que los niños saben: se maravillan con ellos como con el mercurio o los imanes. También lo saben las monjas de clausura, según lo que nos contó Martínez Sierra en Canción de cuna de aquella monjita joven que se divertía reflejando el sol con un espejo sobre los gruesos muros del convento.

Han tenido muy mala fama en la moral y en las costumbres, aunque no se entiende por qué. Con los años, enseguida, se convierten en un adusto emblema barroco: tempus fugit. Los de casa, más domesticados, son piadosos; pero los que te sorprenden por la calle te dan un mordisco y un vuelco al corazón.

¿Qué falta le hacía a Dorian Gray un retrato mágico que le mostrase el estado de su alma? La superficie de un espejo cualquiera es la mejor herramienta para un hondo examen de conciencia. Hay que ponerse allí y aguantarse la mirada a uno mismo. Muchos —no sólo los políticos y los poderosos— temerán todavía más que verse criticados en público el momento ése inevitable y final de quedarse solos ante su imagen. Hay que ser muy valiente y muy bueno para preferir un espejo a un trozo de oro.