viernes, 29 de octubre de 2010

¿Quién amuralla una voz?

Quizá sea demasiado largo (quien avisa no es traidor) para leído en la pantalla, pero estando en internet, no me resisto. Ahí va el trampolínk al texto que escribí para Nueva Revista sobre Miguel Hernández.

sábado, 23 de octubre de 2010

Política, guerra y apocalipsis

El antropólogo francés René Girard (Avignon, 1923), profesor emérito de la Universidad de Stanford, es uno de los pensadores vivos más influyentes y originales. Se ha traducido al español (Katz editores, Buenos Aires, 2010) un nuevo libro suyo, Clausewitz en los extremos, con este sugerente e inquietante subtítulo: Política, guerra y apocalipsis.

Puede sorprender que un sabio tan concentrado en entender los orígenes de la humanidad partiendo de la mitología, autor de Cosas ocultas desde la fundación del mundo o La ruta antigua de los hombres perversos, pase a plantearse los grandes temas palpitantes, como las relaciones EEUU-China, la yihad, la unificación europea y el papel del Papado en el mundo de hoy. Si este libro, una larga conversación entre Girad y Benoît Chantre, gira sobre el militar prusiano Carl von Clausewitz (1780-1831) es sólo porque el estratega detectó en su obra De la guerra la mecánica interna de los conflictos modernos, en que las partes extreman en una espiral mimética sus violencias.

La guerra total y la nación en armas de Napoleón cambiaron las reglas de los conflictos tal y como se venían entendiendo hasta entonces. Los españoles dimos el siguiente paso con las guerrillas, que inspiraron la figura del partisano. Esa evolución, acelerada por la tecnología, desemboca en el terrorismo yihadista, que preocupa inmensamente al antropólogo francés.

Se engañaría, sin embargo, quien supusiese saltos en el vacío en el pensamiento de Girard. Su primer descubrimiento fue la mímesis y sus crisis violentas (véase Mentira romántica y verdad novelesca, 1963), que los primitivos resolvieron recurriendo al asesinato fundador y a subsiguientes chivos expiatorios pacificadores (La violencia y lo sagrado, 1983). A partir de ahí, va profundizando en la absoluta originalidad del mensaje judeocristiano, hasta que en Veo a Satán caer como el relámpago (2002) revela que la cruz de Cristo es el sacrificio definitivo, el que desenmascara para siempre la mentira piadosa (en el peor sentido) del mecanismo del chivo expiatorio.

Desde entonces, y por muchas síntesis que haga Hegel o, con menos nivel, por muchas alianzas de civilizaciones que se nos propongan, sólo caben dos posibilidades: o la violencia en los extremos, sin mentira que la contenga, independizada de la política y hasta de la guerra, desbocada tal y como vislumbró Clausewitz; o la interiorización central del sacrificio de Cristo. El libro acaba con una alabanza muy meditada a Benedicto XVI y a su célebre Discurso de Ratisbona, que señala la esperanza para el futuro.

domingo, 10 de octubre de 2010

El hilo invisible

En mi primera visita al Museo Gaya, acompañado por mi madre, que en su niñez murciana había jugado en aquella casa con las antiguas propietarias, la impresión más grande me la causó el pequeño dibujo de una costurera. En concreto, la sensación de ver perfectamente el hilo que no estaba dibujado sobre el papel. Cuanto más miraba, más lo veía… viendo a la vez que no estaba. La postura de la mujer, la tensión firme y delicada de su brazo, el pellizco exacto de los dos dedos que sostenían la aguja, trazaban el hilo invisible.

Llegué a verle la curvatura tensa que va desde la tela al ojal de aguja, y ese rabito distraído que le queda por detrás al enhebrar. Y me pareció sorprender el brillo afilado del acero, que ahora no sé si estaba dibujado o no, aunque lo recuerdo perfectamente. Allí delante no extrañaba que los teólogos bizantinos hubiesen discutido con pasión cuántos ángeles cabían en la punta de un alfiler. Quizá, el hecho de que mi abuela, que vivía a tres manzanas del museo, fuese una concentrada costurera, aumentaba por el lado del corazón los puros goces visuales que ese hilo invisible me ofrecía.

Al salir me dio un ataque de remordimiento, sin embargo. Que ante tantos cuadros hermosísimos, yo me hubiese obsesionado con ese pequeño dibujo de tema doméstico, ¿sería una prueba de las dimensiones de mi gusto artístico? A medias por la mala conciencia, que tiene, como se sabe, mucha fuerza mnemotécnica, y a medias por aquel intenso momento de placer, he seguido tirando de ese hilo desde entonces. Y, a pesar de su práctica inexistencia, me ha guiado en mi gozoso internamiento por el diáfano laberinto de Ramón Gaya.

Visto desde aquí, no es extraño: uno de los misterios de su pintura consiste en que no todo lo que se ve en ella ha sido pintado. Tampoco todo lo que se lee en su literatura está escrito. De alguna manera, sus característicos puntos suspensivos son el hilo invisible de su prosa. La importancia que Ramón Gaya le ha dado a esto ha querido subrayarla con su poesía. En el soneto “De pintor a pintor” afirma: “Pintura no es hacer, es sacrificio,/ es quitar, desnudar” y en el titulado “Mano vacante” nos avisa que la del pintor “ha de ser una mano que se abstiene”. La primera relación de su pintura con lo sagrado se da a través del sacrificio y la abstinencia. Miguel d’Ors ha advertido en Virutas de taller (2007) que “el progresivo enriquecimiento del arte de Gaya está hecho, por decirlo así, de sucesivas renuncias. Cada vez menos cosas en el cuadro […] Cada vez menos pinceladas. Cada vez pinceladas más ligeras, que parecen de acuarela sea cual sea la técnica utilizada. Cada vez menos pigmento en ellas…”

El primer logro estético es psicológico. Jorge Luis Borges lo explica en su "Arte poética:" “Lo sugerido es mucho más efectivo que lo explícito. Quizá la mente humana tenga tendencia a negar las afirmaciones”. Y a José Luis García Martín no se le escapa que lo fragmentario contribuye poderosamente al encanto. En el poema dedicado a Safo de El pasajero (1992) dice: “Entrecortadas frases, casi silencio sólo./ ¡Qué frágil esa voz! Y cómo abrasa”.

Ahora bien, ¿cómo se pinta el silencio? No es una pregunta que me haga yo para adornarme con la sinestesia. Gaya lo dice: “Que deba ser silencioso y no pueda, en cambio, ser mudo es la mayor dificultad técnica del arte”. Es importantísima la condición que pone Gaya: no puede ser mudo; si pudiera, bastaría con no pintar, con dejar el lienzo en blanco sobre blanco, enmarcado en mística zen. Pero el arte ha de ser tangible, material, encarnado. La solución de Gaya es prodigiosa: no pintar todo lo que hay (por eso es silencioso), pero dejando que lo no pintado se transparente (y por tanto, no sea mudo). Eso implica una grandísima dificultad técnica, la mayor. Salta a la vista que Gaya la ha vencido.

Más allá de la técnica, de la psicología y hasta de la estética, hay un motivo ético. Hablando de Manolete, Gaya quiso ver en su figura un rasgo nacional: “El arte español parece aspirar a eso: a no hacerse, a valer —eso sí— sin necesidad de hacerse”. Se trata de cierta actitud sprezzante, como la que recomendaba Baltasar de Castiglione y que, a través de la traducción de Juan Boscán, pasaría a los mejores escritores españoles, como Santa Teresa y Cervantes, y a Velázquez, naturalmente. Los poemas de José Antonio Muñoz Rojas, que empiezan siempre con el brillante alfilerazo del verso que dan los dioses y que, con leve desmayo, acaban deshilachándose sin querer ajar el don, y los cuadros de Gaya son los grandes herederos de la tradición del desistimiento. Se diría que en el dilema entre la vida y el arte, la sprezzatura apuesta por la vida, que se cuela por esos fragmentos de los cuadros o en esos párrafos que parecen hechos al descuido. Gaya, que con tanta autenticidad vivió su vocación a la pintura, para no caer en el maniqueísmo y ser a la vez fiel a esta tradición, encontró la expresión prefecta: naturalidad del arte (y artificiosidad de la crítica).

Una razón más —las razones se van sumando, no se excluyen— es su conciencia de que el pintor pinta en nuestro nombre. Que veamos en su cuadro lo que él no ha puesto no puede dejar de ser una llamada, un recordatorio de que hay algo en esa pintura que nos reclama, que nos necesita: no sólo el pintor, sino la pintura misma extendería una mano de mendigo. Esta invitación al diálogo se ve aún más clara cuando, además de al hombre común, se vuelve a la tradición. Para que exista diálogo tiene que dejarse sitio al otro y esperar su palabra con un silencio atento.

En sus homenajes, Gaya siempre abre un hueco para sus maestros y lo hace, nuevamente, recogiendo fragmentos o pequeñas cartulinas de sus cuadros, que nos permiten imaginar; o no, imaginar no: ver la obra original. A las copias, por muy exactas que sean, siempre les falta y les sobra algo. Una copia es como si el maestro nos hubiese dado la mano y le tomásemos el brazo (y qué detalle más fino, precisamente, que muchos homenajes consistan en eso sólo: en la mano del cuadro). La copia, además, suele acabar siéndolo del tema, y no de la pintura, que es lo que importa.

Para la realidad, Gaya guarda el mismo respeto. Cuando habla de “ese preciso y atentísimo ojo tuerto de la fotografía”, lo hace cargado de intención. Más allá del flash de la deslumbrante greguería, nos está diciendo que las cámaras fotográficas, al reproducir exactamente lo que se ve, mutilan la realidad. Claudio Rodríguez lo explica con la misma imagen: “Ciegos para el misterio/ y, por lo tanto, tuertos/ para lo real”. Un poeta puede nombrar el misterio, pero ¿cómo pintarlo?, se preguntaría Gaya. Para pintar lo que no se ve, hay que no pintar lo que se ve… y que se vea. Entonces, gracias a las sucesivas asociaciones del subconsciente, el espectador acabará sintiendo la presencia real de lo invisible.

Se nos irá curando, poco a poco, la ceguera para el misterio y acabaremos con una visión estereoscópica de lo real. Quizá la alegría indudable, física, que nos produce la pintura de Ramón Gaya, como la de los grandes maestros, no sea de naturaleza muy distinta de la que sintió aquel ciego de nacimiento cuya curación, mediante la saliva y el lodo, cuenta el Evangelio de San Juan.

La verdadera pintura nos muestra una realidad que “es… sagrada; y es sagrada —no divina— sin duda por ser portadora, encerradora, escondedora de ese Algo tan… evidente”, explica Gaya en el “Estrambote en prosa” a su soneto “Velázquez”. La comparación que sigue de la realidad con un sagrario es extraordinaria, porque con un gesto aparta a un lado la pulsión del panteísmo, tan propia del arte de los artistas, y al otro, la de la intrascendencia, tan propia de la modernidad.

Ignoro si Gaya conoció aquel pensamiento de Pascal que suspira: “¡Qué vana la pintura que llama la atención por su parecido con cosas cuyos originales no se admiran!” Lo conociese o no, su obra le da la réplica definitiva. Puede hacerlo porque Gaya comprende y comparte el pensamiento pascaliano, y considera “ilusorio, erróneo y tonto” todo realismo, que “no puede escapar a su baja condición de… ismo”. Pero a la vez, el pintor murciano se inclina respetuosamente ante todos los “originales”: un vaso de agua, un espejo, un cazo azul, una leve sombrilla japonesa, una postal, la blandura del agua… porque sabe mirarlos (y hacérnoslos ver) en su admirable realidad, no en su parecido o apariencia.

La pintura de Gaya ha entendido lo que significan las palabras “Misericordia quiero y no sacrificio”. No anulan la necesidad de este último, pero ponen a la primera en su lugar superior. Parte Gaya del sacrificio y la abstención para lograr un silencio piadoso que lo acoja todo. En sus cuadros, ese todo lo representan algunos objetos en nombre de los demás. Los objetos humildes son admirables, más, son venerables, en cuanto que transparentan Algo sagrado. La transparencia de acuarela de su pincel es una trascendencia, y un temblor.

Todo esto resulta muy fácil de decir. Lo imposible — pero “sólo si aspira a lo imposible es posible el arte”, ha dicho Gaya— era hacerlo y hacer que lo viésemos. Que lo viésemos con la claridad de aquel hilo inolvidable en el pequeño dibujo de la costurera.

10-10-10

Sonó una voz dulcísima al teléfono. La señorita llamaba de una fundación de categoría y quería hablar de mi Ramón Gaya. Me halagó. Supuse que, conociendo mi pasión por el pintor murciano, se permitía ese giro coloquial que tan bien expresaba mi sentir. Querría —seguí suponiendo— un artículo para algún homenaje con motivo del centenario de su nacimiento, que se cumple exactamente hoy, 10 del 10 del 10, día redondo, fecha sobresaliente. Pero no. La amable señorita creía firmemente que yo era el dueño de un cuadro de Gaya (el mío), y llamaba para pedírmelo prestado para una exposición.

Le agradecí muchísimo que me imaginase de afortunado propietario, pero no era el caso. De haber tenido el cuadro, le prometí, se lo habría prestado enseguida, naturalmente. Sonó su voz menos dulce y colgó, decepcionada.

Ya en silencio, me extrañó lo poco que me dolía no tener ese cuadro. Que en una lista de una gran fundación yo hubiese aparecido por un tiempo (quizá unos meses o unos años) como el envidiable poseedor de un lienzo fundamental (“único”, había subrayado la señorita) de uno de los pintores que más aprecio, y que la realidad de golpe y porrazo me hubiese arrebatado aquella pertenencia, no me importó.

De otros pintores interesa la posesión, porque, a fin de cuentas, lo que vale es su valor en el mercado. De un Miró, por ejemplo, o eres dueño o para qué. Con la obra de Gaya uno está en deuda, nunca en posesión.

Durante años, en su exilio mexicano, él mismo sintió la gran pintura desde la ausencia, y supo saciar su sed de contemplarla con postales y reproducciones. No hago más que seguir sus pasos, pues, si acudo a sus catálogos, y allí me recreo. Para el pintor murciano, lo propio del arte no es imponer una presencia, sino crear una concavidad (un nido) que reciba a la vida, y una transparencia que apunte más allá. Todo eso puede hacerse en el recuerdo de sus cuadros, avivado por unas buenas reproducciones. Ramón Gaya que en tantos aspectos ha demostrado lo obsoleto del vanguardismo, también lo hace así. ¿En cuánto arte moderno el título de propiedad y la firma son lo que cuenta? Con él, nos basta que su pintura sea, sea de quien sea.

Además, Gaya es un escritor hondísimo y necesario. En mi casa tengo todos sus libros y la flamante Obra completa que acaba de editar Pre-Textos. Estos son míos, míos en todos los sentidos, y tan valiosos como su pintura. Mucho amor y alegría hay en ellos, hasta en los detalles más pequeños. En Roma, apunta en su diario: “Las piedras de la escalinata de Trinità dei Monti. Las hierbas entre los escalones me producen una especie de agradecimiento”. Su última palabra antes de morir fue, justamente, “Gracias”, pero aun en una entrevista cualquiera dice frases con entidad suficiente como para ser el lema de toda una vida: “Ser feliz merece la pena”, nada menos. Sin sombra de melancolía ni anhelos de posesión, hoy es día de acción de gracias.

Naturalidad de Gaya (y artificialidad del centenario)

Aunque he vuelto a repasar (gozosamente) sus libros, no he encontrado que Ramón Gaya presuma nunca de haber nacido en una fecha tan sobresaliente como el 10 del 10 del 10. Él consideraba, en cambio, muy trascendente su lugar de nacimiento: “Mis padres eran catalanes, quiero decir que no tengo raza allí [en Murcia], pero se ve que ese primer llanto cuando uno aparece, tiene mucha importancia, no sé, son cosas secretas”.
Esa diferencia de valoración entre fecha y lugar no es una curiosidad. Nos permite vislumbrar desde el principio el alma del pintor. Le interesa la realidad; no unos números que sirven, un tanto arbitrariamente, para fijarle en la historia. Esta atención a lo real de la vida, más que a lo convenido, es una constante de su obra.

Obra que quizá al público en general le parezca sencilla, tan figurativa y, en contraste con la “pintura abstracta, tan bonita”. Ese público, sin embargo, no terminará de entender del todo la admiración fervorosa de tantos escritores y poetas, entre los que se cuentan nada menos que Tomás Segovia, Juan Manuel Bonet, Andrés Trapiello, Pedro Serna, Eloy Sánchez Rosillo, Juan Pedro Quiñonero, y muchos otros. Porque al ver que Gaya no entra con todos los honores en el Canon del Arte Contemporáneo, puede asumir que nuestro pintor es tan demodé (se dirá a sí mismo) como su propio gusto, convencido de que la razón histórica la tienen siempre “los otros”.

Eso es no haber entendido nada. No es sólo que el aparato cultural imperante no pueda admitir a alguien que, como dice Enrique Andrés Ruiz, “pinta rosas en una copa de agua, y que —esto es más grave— desde 1960 viene pintando Bautismos de Jesús”. Es que, como señala el mismo crítico, esos museos se han levantado para albergar “el arte de nuestro tiempo”, y justamente ese tinglado es lo que viene a negar la pintura de Ramón Gaya. O no a negar, sino a ignorar, pendiente de la pintura auténtica de siempre. Él lo dejó claro: “Yo no he dicho que ‘la modernidad’ no exista, sino tan sólo… que no importa”.

Gaya no es nunca una reacción: “Los que han vuelto al realismo han creído que lo que continuaba después del abstracto era el realismo. Uno de los disparates más grandes que he encontrado siempre ha sido eso de ‘ahora lo que toca es esto’, ‘no, no, lo que ahora viene es esto otro’ … Es como si dijéramos que los hijos se hacen ahora de otra manera. La creación es un acto de la naturaleza y se ha hecho siempre igual”.

Él ni busca ni encuentra, recibe. Esto, que ante sus cuadros se siente naturalmente, resulta muy difícil de explicar. Nunca le agradeceremos bastante, por tanto, sus maravillosos ensayos, sus clarividentes cartas. Uno se titula diáfanamente: Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica). Y nada más ilustrativo, quizá, que su postura ante Picasso: iguales en altura, distintos en actitud. “En Picasso todo es negativo, menos su genialidad. El arte moderno es, o ha tenido que ser, negación pura, y Picasso ha querido o ha tenido que ser su gran símbolo extremoso”, dice. En Gaya todo es positivo, menos su genialidad, a la que impone silencio.

Tan vivos están los cuadros de Gaya, que parece mentira que celebremos ya el centenario del nacimiento del pintor. Las efemérides son muy a propósito para el arte artístico, pero la suya nos coge a contrapié. Aunque se agradece como excusa para volver a Gaya, y como recordatorio de su inacabable actualidad. A fin de cuentas, como escribió el pintor: “La naturaleza ha escapado a la historia [y con ella su arte], nosotros no hemos podido”.