sábado, 31 de enero de 2009

El balcón de Beades

Lo normal es que usted no tenga ni la más remota idea de quién es Beades. Se trata de un poeta actual muy conocido y a un poeta actual muy conocido no lo conoce, como es lógico, casi nadie. Nada que ver con la fama de cualquier personaje secundario de una serie de televisión de éxito relativo. En cualquier caso, no se vayan. A los efectos de este artículo bastará con los datos de Beades que yo les iré facilitando.

Jesús Beades, que de ser un futbolista prácticamente estaría ya jubilado, es un poeta joven. Nació en Sevilla en 1978. Tiene, entre otras cosas, varios libros publicados, una guitarra, una colección de muñecos de la Guerra de las Galaxias, un indudable talento, barba a veces, varias cámaras de fotos, un blog llamado Di amigo y entra y un piso con un balcón.

No lo traigo a ALBA para a hacerle propaganda, ojo, pues hace tiempo que no publica. Lo traigo a cuenta de su balcón y de algo que me contó la última vez que nos vimos. Yo le celebré por todo lo alto las entradas de su blog en las que nos cuenta que se asoma a ese balcón suyo. Suele ilustrarlas con una foto crepuscular y cálida.

Me replicó que esas entradas del balcón eran las más aplaudidas por los internautas, pero que, curiosamente, eran las que menos trabajo le costaban a él. Cuando llevaba tiempo sin escribir en el blog y no se le ocurría nada, miraba por el balcón, y, hala, entrada nueva.

Reconocí inmediatamente esa relación misteriosa entre facilidad y éxito, que tanto atormenta a los artistas. El público detecta y admira lo que se hizo sin esfuerzo. El autor, en cambio, asume que si lo hace con facilidad es porque ya tiene trillado el campo y debe buscar nuevos retos en los que exigirse y seguir creciendo.

Nos pasa a todos. Mis columnas más celebradas son aquellas en que me dejo caer no de un balcón sino sobre mi suegra y, de hecho, podría recopilar esos artículos hasta hacer un volumen grande y monográfico. La madre de mi mujer es un filón casi inagotable. Y digo casi, porque la paciencia de mi mujer se agotó. ¿Por qué no escribes un poco de tu madre, por variar?”, sugiere. En casa compartimos las tareas domésticas, y mi mujer hace la voz de mi conciencia.

El resultado es que un autor no puede descansar, ni siquiera acodado en su agradable balcón. Y que tampoco debe dejar descansar a sus lectores, lo siento.

viernes, 23 de enero de 2009

La despedida

Al día siguiente de cumplir cuarenta años, me di de bruces, inesperadamente, con un artículo de Hilaire Belloc sobre el tema. “¡Jolín, qué casualidad!”, hubiese exclamado de creer en las casualidades. Como no es mi caso, me lo tomé como un regalo.

En el artículo, el Anfitrión, trasunto del autor, que se precipitaba entonces (1908) a la cuarentena, se despide de su invitada, la Juventud. Toda visita llega a su fin, comentan, y aunque han sido muy felices y se divirtieron juntos, toca decirse adiós. La Juventud se lleva dos maletas, una inusualmente grande y otra muy pequeña. La primera está cerrada y la segunda abierta.

Preguntada por el particular, la Juventud se sonroja. En ambas lleva sus cosas, pero como han vivido tanto tiempo juntos, puede que el Anfitrión hubiese llegado a creer que eran de él. En la grande y cerrada va aquello que la Juventud tiene que llevarse por una ley inexorable. Cuando, a petición del Anfitrión se la abre, éste se entristece: “Te estás llevando casi mi propio ser”. Ahí están el enamoramiento de las mujeres, hondo y cambiante como un caleidoscopio, y la despreocupación, y un pañuelo de seda sin nombre que daba a todo una sensación de plenitud y de satisfacción. Sin él, ni los placeres serán lo mismo. También se lleva la agilidad, el sueño profundo, la risa total…

En la bolsa pequeña están las propiedades que la Juventud sí podría dejar de recuerdo a su amable anfitrión. Cierto orgullo fanfarrón, que Belloc rechaza, el sentido del color y la forma, la salud, la ilusión por el futuro…

Belloc, como es un caballero, se comporta con dignidad, pero se percibe a lo largo de todo su artículo una suave melancolía fatalista. La Juventud, por suerte, en el último momento, recuerda que su Señor le ha dado una carta para él. Se trata de una promesa firmada y sellada por la que se compromete a devolverle todo lo que ahora la Juventud se lleva y más en la Inmortalidad.
“¡Oh, Juventud!”, exclama enternecido el Anfitrión. “No, no me lo agradezcas a mí. Es a mi Señor a quien tienes que agradecérselo”, puntualiza la Juventud, que se va.

Comprenderán ustedes que yo, que no creo en la casualidad, piense que esa carta, sellada y firmada y transcrita por el amanuense Hilaire Belloc en 1908 y que me llegó el día después de mi cuarenta cumpleaños, era un regalo.

martes, 20 de enero de 2009

Azofaifa

La prensa está como don Mendo, si me permiten la memoria histórica, el de la famosa venganza escrita por Pedro Muñoz Seca. Según Azofaifa, la enamoradísima criada mora, don Mendo andaba obseso con su antigua novia: “La nombras dormido, la buscas despierto,/ Magdalena dices, al abrir los ojos;/ Magdalena, dices, al rendirte al sueño./ Y hasta hace unas horas, cuando en la hostería/ te desayunabas, pediste al hostero,/ en vez de ensaimada, una magdalena,/ y eso fue una daga que horadó mi pecho”.

Más taimada que ensaimada, la Magdalena de la obra de teatro, hace de las suyas para ganarse tanto protagonismo. La Magdalena nuestra es más bien una ensaimada, una ensaimada sintáctica como mínimo. Su protagonismo también se lo ha ganado a pulso (“antes partía que doblá”), aunque con otro método: no hace lo suyo.

Lo que sí hace es ejercer de andaluza, pero ella sola, ¡mucho cuidado con ayudarla! Cuando uno de Ezquerra la llamó señorita andaluza, que hay que estar sordo y ciego, ella contestó que eso era lo peor que le podían decir. Ahora que la Nebrera ha tenido la poca gracia de comparar su acento con un chiste, también se ha ofendido. Lo de esos catalanes no es evidentemente el arte de las comparaciones, pero convendría que, para evitar malentendidos, Magdalena nos explicase qué tipo de andaluza es. Yo creo que de las de rompe y rasga. Y eso lo explica todo.

domingo, 11 de enero de 2009

Cuando el grajo vuela bajo

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Hace un frío considerable. En estos días, sale solo acordarse de Al Gore y de su teórica teoría del calentamiento, pero eso sería jugar con el viento (siberiano) a favor y lo dejaré para otro momento de climatología más neutral. Parece, no obstante, que se enfría el ardor guerrero de los creyentes en el calentamiento. Hay quien dice que es por la crisis, que nos tiene a todos tiritando, y que les quitó las ganas de poner ni una cortapisa más a la industria, pero me malicio que se puede atisbar también cierto desengaño más científico.

Sea como sea, lo indiscutible es que este frío nos ha cogido de sopetón. El verano es caluroso, sí, pero las Navidades son cálidas, que es mucho mejor, con chimeneas y puestos de castañas y abrazos entrañables. En “Antiguo muchacho”, Pablo García Baena describe sus Navidades de entonces: “La casa se atibiaba en lumbre de braseros”. O con braseros o con calefacción central o eléctrica, así siguen siendo todavía los hogares en Navidad, atibiados. Y las ciudades, iluminadas y musicadas, también se entibian. Por eso, que la ola de frío haya venido justo ahora, cuando volvíamos al trabajo y las calles se apagan, nos ha sentado —por el contraste térmico— mucho peor.

Volvíamos al trabajo los que podemos. El final de las vacaciones ha coincidido con las escalofriantes cifras del paro y con los datos de la producción industrial, que se congela. El genio del lenguaje distingue muy bien entre quien se queda en casa (por una baja por enfermedad) y quien se queda en la calle (porque perdió el trabajo). “Quedarse en la calle” es una expresión punzante que transmite desamparo, desorientación, intemperie y mucho frío. Zapatero, que tira con pólvora del rey, esto es, con dinero del pueblo soberano, o sea, con sus impuestos y con los míos, ha prometido que mejorará la cobertura de desempleo. Probablemente sea una medida imprescindible teniendo en cuenta el frío que nos queda por pasar. Pero eso, siendo mucho, no quitara apenas nada de la hipotermia interior que implica “encontrarse en la calle”.

Además, como si no bastase con la meteorología, los rusos cortan la calefacción a media Europa. Y todavía peor, las imágenes de Gaza hielan la sangre. Ya intentaremos el complejo análisis geopolítico; ahora uno piensa en los que van a tener la suerte de no morir. Se encontrarán con un paisaje de casas derruidas. En las guerras, cuando llega el alto al fuego, comienza un frío minucioso, físico y más aún moral, que para ellos se queda, pues ya no copa las primeras planas internacionales.

Dante, que fue un perdedor y un refugiado político y al que confiscaron su casa de Florencia y se quedó en la calle, imaginó el centro del infierno como unos hielos perpetuos, no como unos fuegos espectaculares. Estos días en que los grajos vuelan —no bajo— a ras de tierra, me ha acordado mucho de la Divina Comedia (por no hablar de Al Gore).

martes, 6 de enero de 2009

Anti Auto Ayuda

Los libros de autoayuda tienen mala fama y buenas ventas. No se puede aspirar a más en la sociedad actual. Por tanto, a esa crítica de por qué sus autores no se ayudan a sí mismos, hay que negarle la mayor. ¡Vaya si lo hacen!

El problema estriba en si nos ayudan a nosotros o no. Mi experiencia es limitada, pero intensa. Una vez toqué un libro de autoayuda, que me dio un amigo para que se lo pasara a una amiga. En el interín, cometí el error de abrirlo al azar, y desde aquel día padezco una maldición. El autor, de cuyo nombre ni llegué a enterarme, aseguraba que todos sus fracasos habían sido maravillosas oportunidades, gracias a las cuales había mejorado una barbaridad. “De no haber sido despedido de mi trabajo de alto ejecutivo, no habría escrito este libro”, afirmaba ufano.

Yo le creí. Y desde entonces persigo el fracaso con frenéticos esfuerzos. Pero me esquiva con la implacable coquetería huidiza de todo cuanto es deseado. Escribo lo que me parece en mis artículos: misteriosamente no me despiden. Desde que he renunciado a un puesto en el escalafón del Parnaso poético, me echan quizá más cuenta. Lanzo órdagos, y no los pierdo. Me premian la imprudencia, el ansia agónica de hundirme. Nada extraordinario, por supuesto. Para eso tendría que fracasar, pero el fracaso, ay, me se escabulle. Y si por suerte fracaso, por culpa del libro aquel, me sabe a éxito, y ya no vale.

viernes, 2 de enero de 2009

Tipología de usted

Casi siempre coincido con Kiko Méndez-Monasterio. De hecho, sin haber leído su artículo de esta semana, estoy seguro de que lo comparto al cien por cien, más o menos. Por esto no desaprovecharé una ocasión de discutirle algo. La semana pasada, él caía —tal vez por la gripe— en eso tan feo de cuantificar, a lo Juan Manuel de Prada, a sus lectores, que humildemente cifraba en tres, por no superar a los cuatro que dice que tiene el famoso Juan Manuel (y uno se pregunta si no será recochineo).

Yo estoy más con Heráclito el Oscuro y, en relación a mis lectores, uso mucho su aforismo: “Uno para mí es cien mil, si es el mejor”. Y estoy con Kierkegaard el Claro que abominaba de la masa (y, en consecuencia, del periodismo cuando la prensa era, o tempora, o mores, un medio de comunicación de masas). En resumen, que si usted ha llegado hasta aquí es mi lector, y qué más quiero.

Con todo, la preocupación de los articulistas por el número de sus lectores es natural con la que está cayendo en (y cayendo) la prensa escrita. Encima, lectores hay de muchos tipos y no todos valen a todos los escritores. Hay lectores a los que gusta leer lo que piensan. Estos, entre líneas, aprovechan para exclamar: "Ya lo decía yo” o, en los casos más sensibles: “Así lo diría yo si tuviese prosodia de sobra”.

Otros son los que prefieren pensar lo que leen. Esos, entre líneas, se asombran: “Anda, pues es verdad, en esto no había caído antes”. A esos lectores, o lector, o lectora, sean los que sean, aspiro yo. Comprenderán ustedes, o usted, que eso complica mucho las cosas y que no voy, además, a ponerme a contarlos.

Complica mucho las cosas al lector, sí, y me las complica bastante a mí que tengo que reflexionar bien sobre qué escribir y qué, y no sólo cómo. Cuando uno escribe para Alba, la complicación se vuelve ya insoluble, porque los lectores de este semanario, en principio, por principios, comparten las ideas fundamentales que uno sostiene.

A menudo pienso que tengo poco que aportarles a ustedes, o a usted, y que quizá me convendría buscar en otra parte lectores menos afines. Claro que todo es muy lioso, porque si va llegando hasta mi punto final, a fin de cuentas usted está siendo el me aporta: la mitad, como mínimo, del sentido de mis frases. Muchas gracias por todo.