miércoles, 1 de diciembre de 2010

Meta artículo

Tengo claro de lo que no quiero escribir hoy. Ni de los cotilleos diplomáticos que ha desvelado Wikileaks, que a algunos les parecen terribles y a mí pueriles, que es peor, porque ¿en qué manos estamos? Ni de las elecciones catalanas, tan requeteanalizadas. Ni del partido del siglo de esta semana. Ni de la matricida de Menorca ni de las de ningún otro sitio. Tampoco quiero hablar hoy de la funcionariofobia de los políticos, dispuestos a no pagar ellos el lío en el que nos han metido. Obama congela el sueldo de los funcionarios, Zapatero lo baja, en el Ayuntamiento de Nueva York echan a 6000 y en Irlanda a más de 20.000… De esto hablaré cuando haga menos frío, que ahora, entre el que nos quieren hacer pasar y el de los termómetros, te quedas pajarito.
No tengo claro de lo que quiero hablar. Me gustaría ser —fantaseo— un escritor famoso, que pudiese mandar al periódico, como un voluble niño rico, columnas extensibles, desde un aforismo a un ensayo, e incluso no mandarla un día y mandar tres al siguiente, según demanda (de la inspiración).

Claro que eso ya lo hago, caigo, en mi blog, donde parezco un potentado. Allí trabajo por amor al arte, que es el lujo mayor, y a golpe de inspiración o de capricho. Querer que una columna de periódico se escriba en esas condiciones libérrimas, aunque puede ser un deshago comprensible en una tarde esquinada y lluviosa, no es serio. Es como si alguien pretendiese escribir sonetos con un número aleatorio de versos, sin métrica y, por supuesto, sin rima, que lo complica todo mucho. El deseo, como tal deseo, es legítimo, pero para eso ya existe el verso libre... El soneto tiene sus reglas, sin las cuales no es un soneto. La columna tiene su base en su periodicidad inflexible, en su altura tasada y en su ancho predeterminado. Salirse de ahí es escribir otra cosa.
Lo paradójico es que con frecuencia el texto construido a contra corriente, ajustado a unos límites rígidos, con unas fechas inapelables de entrega, sin apenas margen para las veleidades creativas…, resulta bastante mejor que un escrito ácrata. La disciplina es una de las herramientas mayores del arte.

Lo que empezó siendo un meta-artículo, en el sentido literal de que mi meta era hacerlo como fuese; fue luego un meta-artículo en sentido literario, o sea, una metapoética del columnismo. Ahora, que va llegando a la meta, mi artículo quisiera acabar siendo un mensaje de aliento en este frío miércoles laborable. Nuestros frutos más dulces suelen ser los que más esfuerzos amargos nos exigen, quizá por una misericordiosa ley de la compensación, quizá por la sorpresa de acabarlos.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Las sentencias del magistrado (y sus cuentos)

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Francisco Pérez de los Cobos Orihuel (Murcia, 1962), candidato del PP al Tribunal Constitucional, ha conseguido el visto bueno de los socialistas. Catedrático de Derecho del Trabajo en la Universidad Complutense de Madrid, el inminente magistrado del TC es también escritor.

En No hay derecho (El Cobre, Barcelona, 2008), Francisco Pérez de los Cobos ha escrito: “Seamos, por una vez, humildes, es decir, serios…” Es una frase de escritor puro: un cocktail de inteligencia y gracia. Habrá que acercarse a su obra, por tanto, desde el punto de vista más literario posible, sin limitarnos a buscar pistas políticas, aunque no podamos evitarlo del todo.

No hay derecho es un libro de cuentos. O mejor dicho, un manual de casos prácticos de Derecho Laboral (con anexos jurídicos incluidos) que Pérez de los Cobos, con ambición propia de auténtico letraherido, pretende ascender a un nuevo género literario: “el cuento práctico”. Son muy agradables de leer.

Más importante es Parva memoria (Tirant lo blanch, Valencia, 2006) su pequeño libro de aforismos o de máximas o, mejor dicho, de sentencias. Una de ellas parece que la escribió para ahora mismo: “Quien ocupa un cargo institucional invariablemente desarrolla una mentalidad —mayor o menor, según su catadura—, que redunda en garantía de los ciudadanos y en perjuicio de quien lo nombró para el cargo o lo designó como candidato de éxito”. No se derrite ante el mundo político: “En política, casi todo es virtual”, ni ante la modernidad satisfecha: “El hombre contemporáneo es un hombre viejo: anda preocupado por sus heces”. Ve con ironía (esto es, con sabiduría) su oficio: “Jurista: ¡Cuánta vanidad en un artesano!”.

Quizá lo más llamativo sea su crítica acerba, que asombra en alguien tan mesurado, a los nacionalismos: “La única ideología capaz de seguir produciendo pesadillas es el nacionalismo” o “¡Cuánta mediocridad tapan las banderas! Quizás se inventaran para eso”. Observa con especial atención al nacionalismo catalán: “El dinero es el bálsamo racionalizador de Cataluña” o “No hay en Cataluña acto político que se precie sin una o varias manifestaciones de onanismo”.

Nuestro sobrevenido y comprensible interés político no nos debe despistar de lo esencial. Estamos ante un escritor inteligente, emocionante, lúcido y con una asombrosa dimensión religiosa: ¡cuántos aforismos dedicados a desenmascarar al demonio y el mal! Con independencia de su carrera política, su obra merece la atención del amante de la literatura.

viernes, 29 de octubre de 2010

¿Quién amuralla una voz?

Quizá sea demasiado largo (quien avisa no es traidor) para leído en la pantalla, pero estando en internet, no me resisto. Ahí va el trampolínk al texto que escribí para Nueva Revista sobre Miguel Hernández.

sábado, 23 de octubre de 2010

Política, guerra y apocalipsis

El antropólogo francés René Girard (Avignon, 1923), profesor emérito de la Universidad de Stanford, es uno de los pensadores vivos más influyentes y originales. Se ha traducido al español (Katz editores, Buenos Aires, 2010) un nuevo libro suyo, Clausewitz en los extremos, con este sugerente e inquietante subtítulo: Política, guerra y apocalipsis.

Puede sorprender que un sabio tan concentrado en entender los orígenes de la humanidad partiendo de la mitología, autor de Cosas ocultas desde la fundación del mundo o La ruta antigua de los hombres perversos, pase a plantearse los grandes temas palpitantes, como las relaciones EEUU-China, la yihad, la unificación europea y el papel del Papado en el mundo de hoy. Si este libro, una larga conversación entre Girad y Benoît Chantre, gira sobre el militar prusiano Carl von Clausewitz (1780-1831) es sólo porque el estratega detectó en su obra De la guerra la mecánica interna de los conflictos modernos, en que las partes extreman en una espiral mimética sus violencias.

La guerra total y la nación en armas de Napoleón cambiaron las reglas de los conflictos tal y como se venían entendiendo hasta entonces. Los españoles dimos el siguiente paso con las guerrillas, que inspiraron la figura del partisano. Esa evolución, acelerada por la tecnología, desemboca en el terrorismo yihadista, que preocupa inmensamente al antropólogo francés.

Se engañaría, sin embargo, quien supusiese saltos en el vacío en el pensamiento de Girard. Su primer descubrimiento fue la mímesis y sus crisis violentas (véase Mentira romántica y verdad novelesca, 1963), que los primitivos resolvieron recurriendo al asesinato fundador y a subsiguientes chivos expiatorios pacificadores (La violencia y lo sagrado, 1983). A partir de ahí, va profundizando en la absoluta originalidad del mensaje judeocristiano, hasta que en Veo a Satán caer como el relámpago (2002) revela que la cruz de Cristo es el sacrificio definitivo, el que desenmascara para siempre la mentira piadosa (en el peor sentido) del mecanismo del chivo expiatorio.

Desde entonces, y por muchas síntesis que haga Hegel o, con menos nivel, por muchas alianzas de civilizaciones que se nos propongan, sólo caben dos posibilidades: o la violencia en los extremos, sin mentira que la contenga, independizada de la política y hasta de la guerra, desbocada tal y como vislumbró Clausewitz; o la interiorización central del sacrificio de Cristo. El libro acaba con una alabanza muy meditada a Benedicto XVI y a su célebre Discurso de Ratisbona, que señala la esperanza para el futuro.

domingo, 10 de octubre de 2010

El hilo invisible

En mi primera visita al Museo Gaya, acompañado por mi madre, que en su niñez murciana había jugado en aquella casa con las antiguas propietarias, la impresión más grande me la causó el pequeño dibujo de una costurera. En concreto, la sensación de ver perfectamente el hilo que no estaba dibujado sobre el papel. Cuanto más miraba, más lo veía… viendo a la vez que no estaba. La postura de la mujer, la tensión firme y delicada de su brazo, el pellizco exacto de los dos dedos que sostenían la aguja, trazaban el hilo invisible.

Llegué a verle la curvatura tensa que va desde la tela al ojal de aguja, y ese rabito distraído que le queda por detrás al enhebrar. Y me pareció sorprender el brillo afilado del acero, que ahora no sé si estaba dibujado o no, aunque lo recuerdo perfectamente. Allí delante no extrañaba que los teólogos bizantinos hubiesen discutido con pasión cuántos ángeles cabían en la punta de un alfiler. Quizá, el hecho de que mi abuela, que vivía a tres manzanas del museo, fuese una concentrada costurera, aumentaba por el lado del corazón los puros goces visuales que ese hilo invisible me ofrecía.

Al salir me dio un ataque de remordimiento, sin embargo. Que ante tantos cuadros hermosísimos, yo me hubiese obsesionado con ese pequeño dibujo de tema doméstico, ¿sería una prueba de las dimensiones de mi gusto artístico? A medias por la mala conciencia, que tiene, como se sabe, mucha fuerza mnemotécnica, y a medias por aquel intenso momento de placer, he seguido tirando de ese hilo desde entonces. Y, a pesar de su práctica inexistencia, me ha guiado en mi gozoso internamiento por el diáfano laberinto de Ramón Gaya.

Visto desde aquí, no es extraño: uno de los misterios de su pintura consiste en que no todo lo que se ve en ella ha sido pintado. Tampoco todo lo que se lee en su literatura está escrito. De alguna manera, sus característicos puntos suspensivos son el hilo invisible de su prosa. La importancia que Ramón Gaya le ha dado a esto ha querido subrayarla con su poesía. En el soneto “De pintor a pintor” afirma: “Pintura no es hacer, es sacrificio,/ es quitar, desnudar” y en el titulado “Mano vacante” nos avisa que la del pintor “ha de ser una mano que se abstiene”. La primera relación de su pintura con lo sagrado se da a través del sacrificio y la abstinencia. Miguel d’Ors ha advertido en Virutas de taller (2007) que “el progresivo enriquecimiento del arte de Gaya está hecho, por decirlo así, de sucesivas renuncias. Cada vez menos cosas en el cuadro […] Cada vez menos pinceladas. Cada vez pinceladas más ligeras, que parecen de acuarela sea cual sea la técnica utilizada. Cada vez menos pigmento en ellas…”

El primer logro estético es psicológico. Jorge Luis Borges lo explica en su "Arte poética:" “Lo sugerido es mucho más efectivo que lo explícito. Quizá la mente humana tenga tendencia a negar las afirmaciones”. Y a José Luis García Martín no se le escapa que lo fragmentario contribuye poderosamente al encanto. En el poema dedicado a Safo de El pasajero (1992) dice: “Entrecortadas frases, casi silencio sólo./ ¡Qué frágil esa voz! Y cómo abrasa”.

Ahora bien, ¿cómo se pinta el silencio? No es una pregunta que me haga yo para adornarme con la sinestesia. Gaya lo dice: “Que deba ser silencioso y no pueda, en cambio, ser mudo es la mayor dificultad técnica del arte”. Es importantísima la condición que pone Gaya: no puede ser mudo; si pudiera, bastaría con no pintar, con dejar el lienzo en blanco sobre blanco, enmarcado en mística zen. Pero el arte ha de ser tangible, material, encarnado. La solución de Gaya es prodigiosa: no pintar todo lo que hay (por eso es silencioso), pero dejando que lo no pintado se transparente (y por tanto, no sea mudo). Eso implica una grandísima dificultad técnica, la mayor. Salta a la vista que Gaya la ha vencido.

Más allá de la técnica, de la psicología y hasta de la estética, hay un motivo ético. Hablando de Manolete, Gaya quiso ver en su figura un rasgo nacional: “El arte español parece aspirar a eso: a no hacerse, a valer —eso sí— sin necesidad de hacerse”. Se trata de cierta actitud sprezzante, como la que recomendaba Baltasar de Castiglione y que, a través de la traducción de Juan Boscán, pasaría a los mejores escritores españoles, como Santa Teresa y Cervantes, y a Velázquez, naturalmente. Los poemas de José Antonio Muñoz Rojas, que empiezan siempre con el brillante alfilerazo del verso que dan los dioses y que, con leve desmayo, acaban deshilachándose sin querer ajar el don, y los cuadros de Gaya son los grandes herederos de la tradición del desistimiento. Se diría que en el dilema entre la vida y el arte, la sprezzatura apuesta por la vida, que se cuela por esos fragmentos de los cuadros o en esos párrafos que parecen hechos al descuido. Gaya, que con tanta autenticidad vivió su vocación a la pintura, para no caer en el maniqueísmo y ser a la vez fiel a esta tradición, encontró la expresión prefecta: naturalidad del arte (y artificiosidad de la crítica).

Una razón más —las razones se van sumando, no se excluyen— es su conciencia de que el pintor pinta en nuestro nombre. Que veamos en su cuadro lo que él no ha puesto no puede dejar de ser una llamada, un recordatorio de que hay algo en esa pintura que nos reclama, que nos necesita: no sólo el pintor, sino la pintura misma extendería una mano de mendigo. Esta invitación al diálogo se ve aún más clara cuando, además de al hombre común, se vuelve a la tradición. Para que exista diálogo tiene que dejarse sitio al otro y esperar su palabra con un silencio atento.

En sus homenajes, Gaya siempre abre un hueco para sus maestros y lo hace, nuevamente, recogiendo fragmentos o pequeñas cartulinas de sus cuadros, que nos permiten imaginar; o no, imaginar no: ver la obra original. A las copias, por muy exactas que sean, siempre les falta y les sobra algo. Una copia es como si el maestro nos hubiese dado la mano y le tomásemos el brazo (y qué detalle más fino, precisamente, que muchos homenajes consistan en eso sólo: en la mano del cuadro). La copia, además, suele acabar siéndolo del tema, y no de la pintura, que es lo que importa.

Para la realidad, Gaya guarda el mismo respeto. Cuando habla de “ese preciso y atentísimo ojo tuerto de la fotografía”, lo hace cargado de intención. Más allá del flash de la deslumbrante greguería, nos está diciendo que las cámaras fotográficas, al reproducir exactamente lo que se ve, mutilan la realidad. Claudio Rodríguez lo explica con la misma imagen: “Ciegos para el misterio/ y, por lo tanto, tuertos/ para lo real”. Un poeta puede nombrar el misterio, pero ¿cómo pintarlo?, se preguntaría Gaya. Para pintar lo que no se ve, hay que no pintar lo que se ve… y que se vea. Entonces, gracias a las sucesivas asociaciones del subconsciente, el espectador acabará sintiendo la presencia real de lo invisible.

Se nos irá curando, poco a poco, la ceguera para el misterio y acabaremos con una visión estereoscópica de lo real. Quizá la alegría indudable, física, que nos produce la pintura de Ramón Gaya, como la de los grandes maestros, no sea de naturaleza muy distinta de la que sintió aquel ciego de nacimiento cuya curación, mediante la saliva y el lodo, cuenta el Evangelio de San Juan.

La verdadera pintura nos muestra una realidad que “es… sagrada; y es sagrada —no divina— sin duda por ser portadora, encerradora, escondedora de ese Algo tan… evidente”, explica Gaya en el “Estrambote en prosa” a su soneto “Velázquez”. La comparación que sigue de la realidad con un sagrario es extraordinaria, porque con un gesto aparta a un lado la pulsión del panteísmo, tan propia del arte de los artistas, y al otro, la de la intrascendencia, tan propia de la modernidad.

Ignoro si Gaya conoció aquel pensamiento de Pascal que suspira: “¡Qué vana la pintura que llama la atención por su parecido con cosas cuyos originales no se admiran!” Lo conociese o no, su obra le da la réplica definitiva. Puede hacerlo porque Gaya comprende y comparte el pensamiento pascaliano, y considera “ilusorio, erróneo y tonto” todo realismo, que “no puede escapar a su baja condición de… ismo”. Pero a la vez, el pintor murciano se inclina respetuosamente ante todos los “originales”: un vaso de agua, un espejo, un cazo azul, una leve sombrilla japonesa, una postal, la blandura del agua… porque sabe mirarlos (y hacérnoslos ver) en su admirable realidad, no en su parecido o apariencia.

La pintura de Gaya ha entendido lo que significan las palabras “Misericordia quiero y no sacrificio”. No anulan la necesidad de este último, pero ponen a la primera en su lugar superior. Parte Gaya del sacrificio y la abstención para lograr un silencio piadoso que lo acoja todo. En sus cuadros, ese todo lo representan algunos objetos en nombre de los demás. Los objetos humildes son admirables, más, son venerables, en cuanto que transparentan Algo sagrado. La transparencia de acuarela de su pincel es una trascendencia, y un temblor.

Todo esto resulta muy fácil de decir. Lo imposible — pero “sólo si aspira a lo imposible es posible el arte”, ha dicho Gaya— era hacerlo y hacer que lo viésemos. Que lo viésemos con la claridad de aquel hilo inolvidable en el pequeño dibujo de la costurera.

10-10-10

Sonó una voz dulcísima al teléfono. La señorita llamaba de una fundación de categoría y quería hablar de mi Ramón Gaya. Me halagó. Supuse que, conociendo mi pasión por el pintor murciano, se permitía ese giro coloquial que tan bien expresaba mi sentir. Querría —seguí suponiendo— un artículo para algún homenaje con motivo del centenario de su nacimiento, que se cumple exactamente hoy, 10 del 10 del 10, día redondo, fecha sobresaliente. Pero no. La amable señorita creía firmemente que yo era el dueño de un cuadro de Gaya (el mío), y llamaba para pedírmelo prestado para una exposición.

Le agradecí muchísimo que me imaginase de afortunado propietario, pero no era el caso. De haber tenido el cuadro, le prometí, se lo habría prestado enseguida, naturalmente. Sonó su voz menos dulce y colgó, decepcionada.

Ya en silencio, me extrañó lo poco que me dolía no tener ese cuadro. Que en una lista de una gran fundación yo hubiese aparecido por un tiempo (quizá unos meses o unos años) como el envidiable poseedor de un lienzo fundamental (“único”, había subrayado la señorita) de uno de los pintores que más aprecio, y que la realidad de golpe y porrazo me hubiese arrebatado aquella pertenencia, no me importó.

De otros pintores interesa la posesión, porque, a fin de cuentas, lo que vale es su valor en el mercado. De un Miró, por ejemplo, o eres dueño o para qué. Con la obra de Gaya uno está en deuda, nunca en posesión.

Durante años, en su exilio mexicano, él mismo sintió la gran pintura desde la ausencia, y supo saciar su sed de contemplarla con postales y reproducciones. No hago más que seguir sus pasos, pues, si acudo a sus catálogos, y allí me recreo. Para el pintor murciano, lo propio del arte no es imponer una presencia, sino crear una concavidad (un nido) que reciba a la vida, y una transparencia que apunte más allá. Todo eso puede hacerse en el recuerdo de sus cuadros, avivado por unas buenas reproducciones. Ramón Gaya que en tantos aspectos ha demostrado lo obsoleto del vanguardismo, también lo hace así. ¿En cuánto arte moderno el título de propiedad y la firma son lo que cuenta? Con él, nos basta que su pintura sea, sea de quien sea.

Además, Gaya es un escritor hondísimo y necesario. En mi casa tengo todos sus libros y la flamante Obra completa que acaba de editar Pre-Textos. Estos son míos, míos en todos los sentidos, y tan valiosos como su pintura. Mucho amor y alegría hay en ellos, hasta en los detalles más pequeños. En Roma, apunta en su diario: “Las piedras de la escalinata de Trinità dei Monti. Las hierbas entre los escalones me producen una especie de agradecimiento”. Su última palabra antes de morir fue, justamente, “Gracias”, pero aun en una entrevista cualquiera dice frases con entidad suficiente como para ser el lema de toda una vida: “Ser feliz merece la pena”, nada menos. Sin sombra de melancolía ni anhelos de posesión, hoy es día de acción de gracias.

Naturalidad de Gaya (y artificialidad del centenario)

Aunque he vuelto a repasar (gozosamente) sus libros, no he encontrado que Ramón Gaya presuma nunca de haber nacido en una fecha tan sobresaliente como el 10 del 10 del 10. Él consideraba, en cambio, muy trascendente su lugar de nacimiento: “Mis padres eran catalanes, quiero decir que no tengo raza allí [en Murcia], pero se ve que ese primer llanto cuando uno aparece, tiene mucha importancia, no sé, son cosas secretas”.
Esa diferencia de valoración entre fecha y lugar no es una curiosidad. Nos permite vislumbrar desde el principio el alma del pintor. Le interesa la realidad; no unos números que sirven, un tanto arbitrariamente, para fijarle en la historia. Esta atención a lo real de la vida, más que a lo convenido, es una constante de su obra.

Obra que quizá al público en general le parezca sencilla, tan figurativa y, en contraste con la “pintura abstracta, tan bonita”. Ese público, sin embargo, no terminará de entender del todo la admiración fervorosa de tantos escritores y poetas, entre los que se cuentan nada menos que Tomás Segovia, Juan Manuel Bonet, Andrés Trapiello, Pedro Serna, Eloy Sánchez Rosillo, Juan Pedro Quiñonero, y muchos otros. Porque al ver que Gaya no entra con todos los honores en el Canon del Arte Contemporáneo, puede asumir que nuestro pintor es tan demodé (se dirá a sí mismo) como su propio gusto, convencido de que la razón histórica la tienen siempre “los otros”.

Eso es no haber entendido nada. No es sólo que el aparato cultural imperante no pueda admitir a alguien que, como dice Enrique Andrés Ruiz, “pinta rosas en una copa de agua, y que —esto es más grave— desde 1960 viene pintando Bautismos de Jesús”. Es que, como señala el mismo crítico, esos museos se han levantado para albergar “el arte de nuestro tiempo”, y justamente ese tinglado es lo que viene a negar la pintura de Ramón Gaya. O no a negar, sino a ignorar, pendiente de la pintura auténtica de siempre. Él lo dejó claro: “Yo no he dicho que ‘la modernidad’ no exista, sino tan sólo… que no importa”.

Gaya no es nunca una reacción: “Los que han vuelto al realismo han creído que lo que continuaba después del abstracto era el realismo. Uno de los disparates más grandes que he encontrado siempre ha sido eso de ‘ahora lo que toca es esto’, ‘no, no, lo que ahora viene es esto otro’ … Es como si dijéramos que los hijos se hacen ahora de otra manera. La creación es un acto de la naturaleza y se ha hecho siempre igual”.

Él ni busca ni encuentra, recibe. Esto, que ante sus cuadros se siente naturalmente, resulta muy difícil de explicar. Nunca le agradeceremos bastante, por tanto, sus maravillosos ensayos, sus clarividentes cartas. Uno se titula diáfanamente: Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica). Y nada más ilustrativo, quizá, que su postura ante Picasso: iguales en altura, distintos en actitud. “En Picasso todo es negativo, menos su genialidad. El arte moderno es, o ha tenido que ser, negación pura, y Picasso ha querido o ha tenido que ser su gran símbolo extremoso”, dice. En Gaya todo es positivo, menos su genialidad, a la que impone silencio.

Tan vivos están los cuadros de Gaya, que parece mentira que celebremos ya el centenario del nacimiento del pintor. Las efemérides son muy a propósito para el arte artístico, pero la suya nos coge a contrapié. Aunque se agradece como excusa para volver a Gaya, y como recordatorio de su inacabable actualidad. A fin de cuentas, como escribió el pintor: “La naturaleza ha escapado a la historia [y con ella su arte], nosotros no hemos podido”.

jueves, 12 de agosto de 2010


No ha acabado la mañana y ya me han leído el artículo dos amigos en clave autobiográfica. Y me envían muchos ánimos. En realidad, escritor sin remedio, me he metido en ese lío de lo paritario nada más que para compartir esta imagen obsesionante: "La exigencia moderna de que el matrimonio comparta las labores domésticas con una absoluta paridad recuerda al famoso juicio de Salomón, que a un tris estuvo de acabar con el niño partido por la mitad".

miércoles, 21 de julio de 2010

A régimen

Es una pena que no haya caído hasta ahora mismo en lo bien puesto que tiene el nombre: el Gordo, porque le sobran kilos, sobre todo cuando no son tuyos.

Podría ilustrar esta entrada con un cuadro de Botero, pero no lo puedo soportar.

jueves, 1 de julio de 2010

La meta es el olvido... pero así:

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Miguel d'Ors me cuenta que cuando escribió "Made in Pakistan" no se apoyó para nada en "El bastón de laca", y yo le creo. Antonio Moreno tampoco usó de falsilla, me confiesa, el verso borgiano "El tiempo ha sido mi Demócrito" para escribir este suyo luminoso "El tiempo ha sido mi Pentecostés", el verso cenital del libro, y también le creo. Ninguno de los dos había caído en las relaciones hasta que yo, Pepito Grillo, las señalé. Borges, por su parte, puede estar contento: si su meta era el olvido, él ha llegado antes, antes incluso que sus propios poemas, que siguen influyéndonos desde el subconsciente. Y su Machado aprobaría, sin duda, su felicidad:
Tal es la gloria, Guillén,
de los que escriben cantares:
oír decir a la gente
que no los ha escrito nadie.

domingo, 27 de junio de 2010

Encima


Para colmo, en el sobrecito donde me dieron la llave, avisaban: "Atención: El uso de este producto puede causar estados de satisfacción, extrema relajación y deseos de volver". Una ironía, visto lo visto.

martes, 20 de abril de 2010

viernes, 9 de abril de 2010

Una de d'Ors

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Proust soñaba con periódicos que publicasen diariamente un pensamiento de Pascal. Hace años, con el mismo espíritu, Rafa Cobo y yo quisimos fichar a Miguel d’Ors. Pero el poeta se negó tajantemente, alegando que el columnismo no era lo suyo. Ahora, leyendo su libro Más virutas de taller (Los papeles del sitio, Sevilla, 2010), veo que nos engañó como a chinos. O no, porque nosotros seguimos pensando que hubiese sido un fichaje magnífico. Lo demuestra con creces en este libro de glosas a menudo literarias, pero otras muchas veces escritas al hilo de la actualidad. Y para resarcirme de aquella negativa recogeré aquí varias de sus ideas. No conseguimos que escribiese columnas, pero al menos ésta mía será una de d’Ors.

Por poner un ejemplo literario y a la vez con mucha mordiente periodística, véase la crítica a vuelapluma que le clava a un poemario del requetepremiado Caballero Bonald: “¿No tiene un aire progre conmovedor esto de titular un libro Manual de infractores? Las nociones de infracción y manual son bastante incompatibles, digo yo. Enlazarlas a mí me suena a ‘Venid, queridos niños, sentaos, guardad silencio y escuchadme atentamente, que voy a enseñaros a desobedecer’” (p. 235).

También se atreve con la política: “Democracia, democracia, cuántas oligarquías se forman en tu nombre” (p. 141). Pero d’Ors no sólo critica, también admira: “Entrevistan en la televisión a Juan (o Joan) Manuel Serrat: ‘—¿En qué lengua prefieres cantar, en catalán o en castellano?’ ‘—En la que me prohíban más’, responde Serrat. Un aplauso para él” (p. 242). Su postura, además de en el espléndido prólogo, se resume en esta reflexión: “Qué lugar tan extraño: todos son inconformistas, heterodoxos y transgresores menos yo” (p. 265).

Y su visión de la modernidad se condensa en un aforismo especular (y espectacular): “Mundo actual: como en los espejos del Callejón del Gato, sólo aparecen con buena figura los que son deformes” (p. 225). Pero se me acaba el espacio, ay. Esta sí hubiese sido una razón para aquella negativa de Miguel d’Ors: una columna se le queda corta. Para leerle bien, el libro.

sábado, 3 de abril de 2010

Preadolescencia vikinga

Resulta un acierto haber escogido a un vikingo para hacer una película sobre la preadolescencia. Todo preadolescente tiene —véase su pinta o sus andares o el orden de su cuarto o su vocabulario— bastante de vikingo. Y se destaca así que las zozobras de la preadolescencia son un hecho universal.

Los ingredientes, por tanto, no pueden ser demasiado originales, aunque vengan envueltos en un entorno nórdico con aire de aldea de Astérix. Tenemos el clásico conflicto generacional entre padre e hijo, las complicaciones con los compañeros de promoción, los primeros —y deliciosos— escarceos amorosos, la problemática educativa y hasta los titubeos vocacionales propios de esa edad decisiva. Todo eso, que es mucho, está tratado en la película dirigida por Dean DeBlois y Chris Sanders con un equilibrio asombroso, sin caer ni en el amaneramiento moralizante ni en el gamberrismo macarra con el que algunos adultos nostálgicos añoran la adolescencia que no tuvieron. Entre una trepidante acción, Cómo entrenar a tu dragón desemboca en un final perfecto donde todo encaja (“clic”, se oye incluso) a la perfección.

Porque es lo que me espera, he seguido con muchísimo interés la relación entre el padre, llamado Estoico, y el hijo, que no termina de romper, llamado Hipo. Fíjense en los nombres, que lo dicen todo, o eso parece. Al final, el padre acaba, como mínimo, Hedónico.

Por deformación vocacional me gusta especialmente la actitud ante la lectura, que es otra muestra de equilibrio. Ni el rechazo analfabeto de los que evitan estudiarse el manual sobre los dragones (“¿Por qué leer un montón de palabras si podemos matar al bicho del que hablan las palabras?”, protestan con cierta gracia asesina) ni el que sólo tira de él. Hay que vivir los libros y literaturizar la vida. No extraña esta visión estereoscópica pues el guión está basado en una novela infantil muy estimable de Cressida Cowell.

Por afición tampoco me ha sido indiferente el amor a las mascotas. El dragón, llamado en español “Desdentao” (que no es un nombre con mucha menos mordiente que Toothless) es una mezcla logradísima de perro, gato, caballo y reptil, pero con personalidad propia. En DreamWorks han creado un ser, que se dice pronto. Y han reflexionado sobre un aspecto educativo fundamental, del que seguro que Maite Mijancos, que sabe más, tendría mucho que añadir. Me refiero a lo que contribuye la responsabilidad de cuidar a un animal a la maduración de un niño.

Como hablamos de una película y no sólo de pedagogía, permítanme dos entusiasmos visuales por comparación. A David Cameron, de Avatar, esta historia lo deja por los suelos. En ambas películas, los protagonistas vuelan sobre dragones de un modo bastante parecido, sacando el máximo partido de la técnica del 3D. Pero los vuelos de Hipo quitan el ídem, y son de mucha más altura que los de Avatar.

Y sin bajarnos del dragón, la lucha final es un brillante homenaje a La guerra de las galaxias, nada menos. Luke Skywalker tuvo que buscar el único punto débil de la terrorífica Estrella de la Muerte: Hipo y “Desdentao” han de encarar un peligro análogo. Es curioso que en toda historia épica el enemigo más poderoso tenga un punto débil, un talón de Aquiles, precisamente.

Para demostrar su altura, cuando al final ambos se precipitan al suelo, la película no cae ni en el final feliz sin más ni en lo lacrimógeno fácil. Simplemente matiza magistralmente la felicidad, como verán ustedes, porque, como nos avisó Donoso Cortés en su Ensayo sobre el catolicismo, el socialismo y el liberalismo, “no hay grandeza sin sacrificio”.

lunes, 29 de marzo de 2010

Acción, épica, ecos

A la salida del cine un espectador soltaba su comentario en voz alta: “¡Es lo de siempre, los poderosos salen indemnes mientras que el pobre pueblo oprimido paga el pato!” Era la clásica crítica marxista…, que no tiene nada que ver con lo que pasa en Acantilado rojo. A mí, con todo, me sirvió para entender lo más insólito: que las autoridades comunistas chinas hayan apoyado tanto esta película del director John Woo, idolatrado por Tarantino y autor de The Killer (1989), Cara a cara (1997) o Misión Imposible II (2000). Por lo oído a mi compañero de sesión, con una firme predisposición dialéctica, se ve lo que se quiere.

Forzando menos la vista, cabría defender que se trata de una película pro-vida. Los buenos protegen a los ancianos, a los niños y, sobre todo, a los nascituri. Que los padres de Woo se refugiasen en Hong-Kong huyendo de la persecución religiosa, se podría aducir como apoyo a esta interpretación, y más aún las palomas blancas, por las que él ha confesado sentir una especial predilección como símbolo cristiano, y que aparecen en esta película como en tantas suyas. Sin embargo, lo más sensato es empezar por lo que la película es.

Acantilado rojo es una película de acción, basada en un libro épico, El romance de los tres reinos, del siglo XIV, escrito por Luo Guanzhong. En el año 208 d.C., Cao Cao, primer ministro del Emperador, domina las tierras del Norte. Ávido de poder y con la secreta ambición de apoderarse de la mujer más bella de china, Xiao Qiao, interpretada por la mujer más bella de China, la modelo Chiling Lin, declara la guerra a los reinos del Sur, Wu y Xu. Ella está casada con el virrey Zhou You, general de Wu y su mejor estratega. El estratega del reino Xu es un hombre espiritual que recuerda muchísimo al Gandalf de El Señor de los Anillos, pero en joven y guapo.

El duelo militar se establece en tres niveles. En el físico, con batallas espectaculares, que se ruedan alternando los movimientos vertiginosos y la cámara lenta. En el intelectual, con la deliberación de estrategias, a la que se consigue dar tanta tensión como a las luchas. Y en el nivel moral: mientras que Cao Cao es un malvado sin fisuras, sus rivales son buenos padres de familia, patriotas, aman la paz y la amistad.

La misión de unificar esos niveles recae sobre los hombros de los generales, héroes al homérico modo: los primeros en la batalla, los más astutos en los preparativos y los más dignos en su trato con los demás y con sus familias. En ellos se concentran con especial intensidad los valores tradicionales y caballerescos. El recuerdo de Héctor, de Aquiles, de Ulises e, incluso, de Áyax resulta inevitable. Los soldados —diga lo que diga mi compañero de sesión— se limitan a actuar como comparsas en las brillantes coreografías militares.

Del mismo modo que el japonés Akira Kurosawa rodó en Ran (1985) una versión inmejorable, personalísima y orientalizada de El rey Lear de Shakespeare, podría decirse que estamos ante una Ilíada china. En las escenas navales se escucha un eco de las cóncavas naves de los aqueos. Y en las piras funerarias. La sombra de Helena, aunque más virtuosa, está presente en la figura de Xiao Qiao.

Y ella trasluce otra figura fundamental de nuestra civilización, como no se le escapará a ningún lector de Alba. Me refiero a la bíblica Judit, la que acude sola y deslumbrante y letal al campamento de Holofernes. Puestos a buscar ecos en Acantilado rojo, estos son los que hay, más que ninguna interpretación marxista, aunque ni mi compañero de sesión ni el gobierno chino hayan caído en la cuenta.

domingo, 21 de marzo de 2010

Ley de la muerte digna

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Lo que no me mata, me hace más fuerte; y más allá, lo que me mata me hace mártir. Si lo hacen rápido, será, como dice el personaje de Flannery O’Connor, mi oportunidad de llegar a santo.

sábado, 13 de marzo de 2010

Loopings y otras acrobacias

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Ustedes, por tanto, o ya la han visto o, como a mí, no les importa que se la cuenten. Por eso, podemos empezar desvelando lo que al final acabamos de ver: Up in the air es la historia de un triángulo amoroso, aunque resulte bastante amorfo y con poco amor entre los vértices.
Un alto ejecutivo, Ryan Bingham (George Clooney), va por la vida de avión en avión, parando en hoteles y visitando alguna empresa para despedir a sus trabajadores. Esa vida le apasiona. Las compañías aéreas habrán subvencionado esta película como publicidad indirecta: la imagen de los vuelos y los aeropuertos es irresistiblemente placentera. Publicidad aparte, la cosa tiene una función metafórica. Volando, Bingham se encuentra en el séptimo cielo. Ha hecho de la vida sin raíces el ideal de su existencia.

En esas circunstancias, el amor, tan pegado a la tierra, no hay quien lo encuentre. En cambio, ligar, se liga, y más, supongo, si uno es George Clooney. En una de esas, se topa con Alex (Vera Formiga), también guapísima y también viajadísima, en todos los sentidos. Entablan una relación intermitente y explosiva (tratada con relativo pudor en la pantalla) a golpe de coincidencias en hoteles y aeropuertos.

La tierra, mientras tanto, se mueve bajo los pies de Ryan Bingham. En su empresa, han contratado a la joven Natalie Keener (Anna Kendrick), que se propone acabar con los viajes mediante un sistema de teletrabajo. Mientras lo implanta, viajará con Bingham para aprender el oficio. Se incluyen, con sentido de la oportunidad, algunas escenas que nos hacen reflexionar sobre el drama de la perdida del empleo. A la vez, las relaciones entre ellos son tirantes: la joven, a fuerza de romanticismo, va tirando de la visión cínica de Ryan.

Éste empieza a sentir el vacío de su vida, pendiente de un hilo —colgada en el aire— y se vuelve a su amante en busca de amor. Le pide que le acompañe a la boda de una hermana, y poco a poco asistimos a la preparación para el aterrizaje sentimental de Ryan.

Pero abróchense los cinturones: el aterrizaje va a resultar forzoso o, peor aún, accidentado. ¿Qué se podía esperar de tantas caídas en picado y tales turbulencias? En Alex encuentra Ryan la horma de su zapato: no quiere compromisos. La amante acaba siendo un espejo. Nosotros descubrimos, entonces, el verdadero triángulo: Ryan Bingham buscó en Alex las virtudes que descubría en Natalie. Pero así no hay nada que encontrar. Cada uno tira por su lado. ¿Final triste? No lo creo. Él empieza a saber lo que quiere, y con la facha de Clooney no tardará en conseguirlo, presiente el espectador.

¿Una comedia frívola? Sólo por fuera. Igual que en Juno Reitman se dio una vuelta por la frivolidad preadolescente para acabar defendiendo el derecho a la vida, en Up in the Air realiza varios loopings por la frivolidad de los adultos y hace difíciles acrobacias entre la comedia y la tragedia, entre la cinta de denuncia social y la peli de amor y lujo, para acabar defendiendo, en un inesperado aterrizaje, la vida matrimonial y los vínculos afectivos. Las vueltas que se pega Jason Reitman son porque viene de vuelta. De vuelta a casa, para ser exactos.

martes, 9 de marzo de 2010

Se muere de veras

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Yo quisiera escribir un gran artículo tanto o más como a usted le gustaría leerlo. Que tratase, además, de algún asunto de trascendencia. Lo procuro siempre y en todos los terrenos, en la forma y en el fondo, pero se consigue cuándo, me pregunto angustiado; y hay ocasiones, como ésta, en que no me dejan ni coger el sitio. La vida a veces sale de chiqueros burriciega, resabiada, con muy malas ideas. Y a ver quién le cuaja entonces una faena en los medios.

Siempre tengo —pero hay días en que se agolpan— facturas que pagar, gestiones superpuestas, noticias deprimentes, reuniones, citas, cuadros que colgar, clases que preparar, exámenes que poner, que recoger, que corregir, coches que llevar al taller, técnicos de lavadoras que llamar, humedades en la escalera, goteras en el baño, atascos en la terraza, bombillas fundidas, comida que calentar, disgustos que digerir, compras que hacer, cartas por responder, perros que pasear, pececillos de colores que alimentar, y, además, de pronto, huy, este artículo que pensar, escribir, afinar, reescribir y enviar sobre qué, contra quién, para cuándo… Bueno, para cuándo, sí: para antes de dos horas.

¿Y a mí qué me importa?, podría espetarme usted. Y desde luego todo eso va en el sueldo y debe quedarse entre líneas. Pero en días como éstos, recuerdo lo que le pasó a mi posible pariente Isidoro Máiquez. El actor, aclamadísimo intérprete de Hamlet, retratado por Goya, hombre ilustrado, era un gran aficionado, dicho sea con perdón, a la Fiesta nacional. En una corrida le gritó a Pedro Romero: “¡Arrímate, hombre!”, que no es algo muy original que digamos. El torero se revolvió como un miura, y dirigiéndose al actor le recordó: “Señor Miquis, que aquí se muere de veras”.

No sé si “tiquismiquis” vendrá de aquella puntillosidad taurina de Isidoro Máiquez, pero uno, a pesar de la sangre, toma partido por Pedro Romero, por la cuenta que le trae. En la literatura también se muere de veras. Y aunque a uno le gustaría arrimarse hasta el pañuelo y el suspiro, hay tardes en que la vida pega tales derrotes que no queda más remedio que dar un paso atrás y andarse con tiento.

Lo ideal, por supuesto, sería poderle. Incluir en el lance también las facturas, las citas y los horarios desbocados, y acompasarlos todos en el son sereno de una verónica eterna. Hacer que humillen hasta formar parte de una faena perfecta, la faena de mi vida, como se dice y es lo suyo. Pero hoy discúlpenme el gesto descompuesto: se me enganchó el capote en uno de los cuernos. Si salvamos el revolcón y salimos por nuestro propio pie, podemos darnos con un canto en los dientes.

viernes, 26 de febrero de 2010

La naturaleza imita

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Desde Aristóteles o antes, los antiguos sostenían que el arte es la imitación de la naturaleza. Aunque nos parezca increíble, aquello no ofendía a los señores artistas, quizá porque estaban muy ocupados en perfeccionar su oficio. Ellos se congratulaban si los pájaros intentaban picotear las frutas de un cuadro: significaba que la imitación había sido aceptada por la mismísima imitada.

Pero Oscar Wilde, en un ensayo deslumbrante, sostuvo que la naturaleza imita al arte. Lo argumentó con brillantez. Hay dimensiones de la naturaleza que sólo somos capaces de ver cuando el arte las crea o, dicho de otro modo, cuando nos enseña a mirarlas. Wilde ponía el ejemplo de las puestas de sol. Hasta que un pintor genial no nos mostró su belleza, no fuimos capaces de pasmarnos ante un horizonte encendido de malvas. Pondré otro ejemplo menos mayestático: Miguel d’Ors describe a las avispas como “esos tigres condensados”. Desde que lo leí, cuando una revolotea a alrededor, no dejo de sentir el peligro de oro de los grandes felinos. Prefiero que no me pique, claro, pero en cualquier caso la veo con ojos traspuestos de aventura y exotismo.

Sin el genio y las gotas de ironía esteticista del irlandés, algunos se han tomado su teoría al pie de la letra y han puesto al artista al nivel del Creador. Su orgullo ha acabado siendo, en vez de atraer a los pájaros, espantarlos (véanse, como muestra, algunos de los últimos espantapájaros, quiero decir, esculturas de ARCO). Pero si le quitamos algo de hierro y las mayúsculas y la compaginamos con la teoría clásica, hay que reconocer a las ideas de Wilde su parte de verdad.

Lo que yo me pregunto ahora es si la naturaleza imitará también a la ciencia, porque ha sido saltar el escándalo del Climagate, que pone muy en cuestión los fundamentos y los métodos científicos del calentamiento global, y ha empezado a hacer un frío intenso e interminable. Hasta la población de osos polares, con la pena que nos han dado los osos, resulta que hoy por hoy está cerca de su máximo histórico. Qué alegría.

viernes, 12 de febrero de 2010

Juego de manos

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No he degustado los platos de El Bulli, pero me ha encantado que Ferran Adrià haya puesto sobre el tapete (o mantel) el dulce asunto del año sabático. De entrante, dejémoslo claro : soy muy partidario. Y por las mismas razones que el cocinero: pararse es esencial para llegar a algún sitio, y el silencio y la reflexión son ingredientes básicos de la creatividad.

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Aunque sólo los más afortunados (en todos los sentidos) pueden permitirse un año sabático, yo no me resigno al círculo vicioso de la actividad frenética. El tiempo nos tiene agarrados por la muñeca, pero podemos soltarnos por el instante. Estos son mis trucos o juegos de manos o de manecillas contra el reloj.

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Para empezar, contra el estrés en uno mi método es tres en uno. Cada cosa que uno hace debe ser triple. Este artículo, sin ir más lejos, es el cumplimiento de un compromiso profesional, y una reflexión sobre algo que me afecta personalmente, y quisiera, además de hacerlo bien, hacer bien haciéndolo.

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Tengo mucha fe en la escritura. Escribir un párrafo decente lleva, uf, un tiempo considerable, pero más tarde esos dos minutos que dedica cada uno de ustedes a leerlo se van sumando hasta que la balanza se equilibra, y me siento compensado. A partir de ahí, cada lector me regala el tiempo en que me lee. Por esa transfusión de vida extra se dice, no de manera exacta, pero sí bastante aproximada y salvando las distancias, que Virgilio es inmortal.

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Y viceversa: leemos en dos minutos lo que a un autor le llevó horas o días o años pensar. Es tiempo comprimido. Y de paso, cuando el libro es antiguo, su salto de siglos se trae arena (del reloj de arena) en los bolsillos.

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Fuera de la biblioteca es fundamental aprovechar a fondo cada domingo, el día clave. Juntando uno tras otro, cada siete años disfrutamos de un año dominical, que, bien mirado, es más aún que uno sabático. Y por último, lo más importante: el gran secreto sabático es la oración, un pozo sin fondo que da a la eternidad. El mejor juego de manos es unirlas en oración. El tiempo en que nos paramos a rezar es un más allá del tiempo. El año sabático no es imprescindible.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Lo más visto

Prácticamente todos los periódicos traen en sus ediciones digitales una ventanita con el escalafón de “Lo más leído” o “Lo más visto”. Y efectivamente es para verlo… y no creérselo. Qué contraste con las noticias principales que campan con letras enormes como gritos. Los medios resaltan muy responsablemente sus informaciones más graves, pero los lectores casi siempre se abalanzan a buscar las más frívolas y anecdóticas con una impresionante preferencia por las cosas del corazón, los sucesos truculentos y las minucias deportivas. La bolsa se hunde, el paro se dispara, Irán enriquece uranio, y las noticias más vistas son el perfil de Emmanuelle Chiriqui, al que le echo —clic— un ojo, algo que no huele nada bien en la nariz de Belén Esteban, que miro por encima del hombro, arrugando la nariz (la mía), y no sé qué pase o pose de Beckham, del que paso.

Esto lo explica la sociología con la pirámide de necesidades o intereses. Los asuntos más básicos atraen a todos —véase Emmanuelle Chiriqui, para andar sobre seguro—. Pero a medida que vamos abandonando estos niveles elementales, parte del público no despega y los demás lo hacen especializándose sin remedio. Mientras que todos tenemos cierto interés por lo simple, las noticias más complejas sólo llegan a un público reducido y segmentado.

La explicación es impecable y nos calma, pero sus consecuencias son implacables y nos inquietan. Teniendo en cuenta que el mercado busca (últimamente con más ansia, si cabe) el mayor número posible de clientes y que la popularidad, además, se retroalimenta, hay en la fuerza de gravedad de lo frívolo un elemento de atracción irresistible para los publicistas, los estrategas de la comunicación y, ay, los políticos, que viven en campaña continúa. Cuando se persigue el éxito masivo, la presión hacia abajo resulta aplastante.

Lo he comprobado en mis propias carnes. Titulé un artículo “Top-less” y tuve muchísimos lectores. Señores muy venerables cruzaban la calle de un salto para decirme que me habían leído con mucho gusto. Un clamor como aquel yo no lo he vuelto a despertar. Sin embargo, como no pienso concentrarme en los top-lesses, la solución para uno es fácil: paciencia y barajar, que éste es mi oficio, como se dice en El Quijote y se repetía un resignado Luis Rosales (del que este año celebramos, dicho sea de paso, el centenario, por si le interesa a alguno). La solución general pasa por no valorar sólo el número, sino conjugarlo con criterios de mérito e importancia. Parece una cuestión minúscula, pero armonizar lo vertical y lo horizontal es uno de los grandes temas de nuestro tiempo.