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Supuestamente snob viene de s. nob., abreviatura de sine nobilitate que se ponía debajo del nombre de quienes no tenían ni un mísero título nobiliario. Carencia que compensaban con la exagerada exquisitez y la obsesión por los apellidos ilustres que el término esnobismo supone. Eso según la etimología, porque, frente al signo de los tiempos, el esnobismo se ha convertido en un heroísmo y en una nobleza necesaria. Y más si le sumamos el esnobismo artístico, que es lo mismo traspasado al campo de las Bellas Artes y del pensamiento.
Entre los indicios más evidentes de la inversión de valores actual están la generalizada aspiración a lo peor y un gusto por lo chabacano que es, entre otras cosas, una redundancia. Según la insuperable definición de Julián Marías, lo chabacano es la ordinariez satisfecha de sí misma, o sea, que el gusto por lo chabacano implica una doble (e inexplicable) complacencia.
Desde los adolescentes que sacan buenas notas y disimulan y se visten de malotes para pasar desapercibidos hasta los aristócratas que se resisten a usar sus títulos, aquí la gente se avergüenza de cualquier excelencia. En este sentido, aunque él por razones obvias no puede ser un esnob, resulta doblemente ejemplar Santiago de Mora-Figueroa, que firma sus excelentes libros y artículos como Marqués de Tamarón.
Esa moda del disimulo podría parecer una simpática muestra de humildad, pero, cuidado: no es igual inclinar la cabeza que descabezarse. Una sociedad que voluntariamente se decapita en lo social y sobre todo en lo artístico y en lo intelectual acaba corriendo como un pollo sin cabeza, como es natural. Por eso hay que proteger a los esnobs que quedan, especie en peligro de extinción. Ellos aún aspiran a lo mejor. Son los que defienden contra viento y marea la jerarquía de valores o al menos, para no exagerar, el concepto básico de que existe una jerarquía.
J. S. Lec hablaba de alguien tan esnob que soñaba con unas tarjetas de visita en la que en vez de “Vizconde de Fulano” o “Doctor Fulano” pusiera “San Fulano de Cual”. Descontando la broma, me parece estupendo. Si postularse a santo tiene un punto de esnobismo, bienvenido sea, con tal de que acabemos siendo un poco mejores o, incluso, buenos.
Y se podría soñar con una tarjeta de visita multiusos, con varios esnobismos superpuestos: el social, el cultural, el ascético. ¿Por qué no? Ortega y Gasset propuso que hiciéramos de la vida una aspiración a no renunciar a nada. Claro que él era un esnob recalcitrante, venga con sus elites para arriba y para abajo. Sus compañeros de generación Eugenio d’Ors y Juan Ramón Jiménez tampoco fueron mancos: el primero hablaba de una caballería intelectual y el segundo, con más sobriedad, de una aristocracia de intemperie. Los tres realizaron obras cimeras y eso que hemos salido ganando todos. Ahora más esnobismo en España nos hace falta como el comer.
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Me parece que hay una cierta confusión entre el esnobismo (la aspiración al lustre social y/o la satisfacción íntima que puede reportar una excelencia imaginaria, esto es, que no se posee realmente), y la posesión efectiva de esa excelencia. Poner como ejemplo a "los aristócratas que se resisten a usar sus títulos" de la "gente que se avergüenza de cualquier excelencia" es confundir lo excelente con lo, simplemente, "distinguido", que es a lo que aspira el esnob. Una cosa es querer, en efecto, destacar, "distinguirse", y otra muy distinta (y normalmente contraria) es esforzarse en pos de una mejora que por accidente (y la mayor parte de las veces no ocurrirá así) puede llevarnos a un cierto reconocimiento público de los méritos adquiridos en ese esfuerzo. No hacer esa distinción es confundir el mérito real con lo que sólo intenta pasar por tal.
ResponderEliminarAsí es, anónimo. Pero es que esa mezcla le interesa mucho al snob, que sabe que en la sombra todos los gatos son gatopardos.
ResponderEliminarEn la sombra y en la luz, el gatopardo es pardo. Para ser excelente hace falta algo más que que a uno le haga ilusión serlo.
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