domingo, 30 de agosto de 2009

Un sufrimiento tremendo

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Lo que me pide el cuerpo es otro artículo lamentando el fin de las vacaciones, pero ya llevo una semana y media de elegías y plantos, y mejor buscar aires frescos. Abro los periódicos en busca de inspiración, que no sé que es más raro, si eso, o la esperanza de que la actualidad venga en mi ayuda.

Entre los cascotes del derrumbe de nuestra economía, aparece Zapatero sonriente y bronceado, aconsejando a todo el que pueda que veranee en Lanzarote. Ah. Lo malo es que no puedo, pero gracias por el aviso. Da gusto ver al hombre hablando de lo que sabe. Se le nota un empaque que ya quisiéramos para cuando diserta sobre economía. Suspirando, paso página.

Veo que Saramago amaga con una nueva novela, titulada Caín, en la que descubre que el culpable intelectual del asesinato de Abel fue Dios, porque no apreció suficientemente los sacrificios del pobre Caín, ea. Parece una novela con trasfondo autobiográfico. ¿Apreciará Dios las novelas de Saramago? Además, justifica que si yo tampoco aprecio suficientemente los libros de Saramago, sus seguidores pueden darme una paliza. La culpa sería mía. Paso página, espantado.

Y, por fin, encuentro lo que estaba buscando: ¡el premio más gordo de la lotería de Italia, 148 millones de euros! Y sobre todo las declaraciones anónimas del misterioso ganador, presuntamente de Bagnone, un pueblecito de 2.000 habitantes: “Acostumbrado a vivir de mi trabajo, feo y mal pagado, no sé lo que es ser rico. Y tengo miedo. Miedo de ser descubierto. Todos por aquí piden ayudas, casas. Tengo un sufrimiento interior tremendo y también un sentimiento de culpa dentro. ¿Por qué yo?” Quién lo pillara, amigo, ese sufrimiento interior tremendo.

Para empezar, me pongo manos a las musarañas y me imagino dueño de esos desgarradores millones. Pensar qué haría uno con ellos es uno de los ejercicios mentales más sanos que existen. Lo recomiendo vivamente. Aclara nuestra escala de valores. Por ejemplo, yo no creo que me fuese a Lanzarote. Si yo fuese rico, tralará, dedicaría mis mañanas a los estudios nobles, ora de la Divina Comedia, ora del Quijote, ora de Shakespeare, y siempre de las Epístolas Paulinas, y nunca de Saramago. Por las tardes, compondría, entre paseo y paseo, odas a la vida retirada, qué descansada vida, la senda por la que han ido los pocos sabios que en el mundo han sido y todo eso.

Ni mi trabajo de profe ni mis tardes estresadas, entre artículos urgentes y retrasadas críticas literarias, tienen mucha pinta de ser trascendentales, pero pensándolo fríamente puede que sean más útiles a la sociedad (un poco) que esos lánguidos placeres hipotéticos míos de millonario empeñado en el automecenazgo. Quitando situaciones personales desesperadas, la mayoría estamos muy bien en donde estamos, aunque nos quejemos, como es lógico. El italiano tal vez tenga tanta razón como gracia, y una millonada, a la larga, sea una tragedia gordísima. Lo suyo sería, para salir de dudas, comprobarlo en carne propia.
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domingo, 23 de agosto de 2009

El aire se ennegrece

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A partir de este domingo, las noches se nos echan encima. Las tardes eternas y deslumbrantes de julio empiezan a formar parte de la nostalgia de otro verano que se queda a la espalda. Ya venían acortándose los días, pero no nos habíamos dado cuenta hasta ahora. El tiempo, que sabe pasar al principio imperceptiblemente, nos acaba cogiendo por sorpresa. “L’aria s’imbruna”, escribió Giacomo Leopardi con esa sonoridad intraducible del italiano: se ennegrece el aire, y eso es lo que, para nuestro asombro y melancolía, ocurre a partir de finales de agosto cada tarde, y cada tarde, antes.

Y más negro que se va a poner el aire, no sólo por las largas noches de noviembre y diciembre y enero, sino por el ambiente general. Hay un dato pequeño, pero significativo, que no debemos pasar por alto: la moda de la novela negra. Cuando preguntan a los famosos, a los políticos y a los periodistas qué han estado leyendo durante las vacaciones, se da uno cuenta del éxito apabullante de la novela negra, que roza la categoría de fenómeno de masas. Hay de todo, desde la explosión del bidón de gasolina con esa chica anexa a la que le gustaba encender cerillas hasta las indispensables —dicen— novelas del siciliano Leonardo Sciascia. De todo, pero todo negro.

Resulta desasosegante esta monomanía monocromática por lo criminal, lo sórdido y lo oculto si tenemos en cuenta que “somos lo que leemos”, según Luis Alberto de Cuenca, o que “leemos lo que somos”, como le matiza Julio Martínez Mesanza. Para el caso que nos ocupa, las dos teorías forman un solo círculo vicioso. Se llega al extremo de que escritores tan polifacéticos y profundos como Dorothy L. Sayers y G. K. Chesterton sean conocidos por sus personajes detectivescos Lord Wensley y el padre Brown, y apenas por nada más.

Mirando alrededor, no les falta razón ni a De Cuenca ni a Martínez Mesanza. Seríamos de otra manera si leyésemos más novelas románticas. O más filosofía, o más historia. Pero no, y España va cogiendo un aire de novela negra que mete miedo. Se habla mucho de la judicialización de la vida pública, pero en realidad, la vida pública “s’imbruna”. Tenemos intrigas, conspiraciones, traiciones, tramas ocultas, reales o supuestas, políticos esposados, el caso Gürtel, filtraciones anónimas a la prensa, denuncias por escuchas ilegales, exhumación de cadáveres de la guerra civil, doce sombras sin piedad, perdón, sin prisa, en el Tribunal Constitucional, encarnizadas luchas por el poder mediático, etc. Y el caso del 11-M, que sigue latente, con tantas zonas tenebrosas por aclarar.

Esta semana se la toma agosto para ir cerrando el chiringuito. El aire se ennegrece para ponerse a tono con unas vacaciones que se extinguen, pero también, quizá, como un adelanto del otoño que nos espera. (Yo, sin embargo, como me he pasado el verano leyendo las comedias de Shakespeare, le pongo al mal tiempo buena cara.)
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