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Entre los recuerdos más emocionantes de mi paso por la Universidad de Navarra, está un breve encuentro con Rafa Domingo, que había sido mi profesor de Derecho Romano en 1º de carrera. Corría junio y yo estaba en 5º. Una mañana nos cruzamos por la Avenida de Pío XII. Me preguntó muy amable qué salida profesional tenía prevista y yo le respondí muy ufano que opositaría a judicatura. Sorprendentemente, se sorprendió mucho, y me desanimó lo que pudo, con rara insistencia. Tenía clarísimo —aseguró— que lo mío era la enseñanza. Aluciné, literalmente, porque desde el examen oral de 1º no había intercambiado conmigo más de dos o tres frases corteses. Nada más doblar la esquina, resolví, un poco amoscado, olvidar su consejo.
Cuatro años después mi vocación a la literatura se había metido como un elefante en la cacharrería de mi temario, haciendo un destrozo, y yo había decidido opositar mejor a Secundaria, y había aprobado, y estaba dando mis clases, tan contento. Tras tantas vicisitudes, un día recordé de pronto aquella conversación con mi antiguo profesor, y me pregunté, perplejo: ¿cómo lo supo?
Lo he vuelto a comprobar con el curioso caso de James Laughlin (Pittsburg, Pennsylvania, 1914-Norfolk, Connecticut, 1997). En Harvard sintió la llamada de la poesía. Ni corto ni perezoso, se embarcó hacia Europa en busca de Ezra Pound. Se instaló con él en Italia, de discípulo. Hasta ahí, estamos ante el extraordinario ímpetu de una vocación artística, o sea, ante una historia más o menos ordinaria. Lo insólito viene a continuación.
Ezra Pound, tras seis meses de estrecha convivencia, le diagnosticó: “Nunca serás un gran poeta, muchacho. ¿Por qué no tratas de hacer algo más útil?” Y le propuso que se convirtiera en editor. James Laughlin, en vez de molestarse, le hizo caso. Se volvió a Harvard y creó la editorial New Directions, que gestionó con maestría y que acabaría ejerciendo un papel importante en la cultura norteamericana. Su primera publicación fue una antología donde incluía, en un lugar de honor, a Pound.
Y aún queda lo mejor de la historia. Durante 40 años, que se escriben rápido, pero son cuatro décadas, esto es, mi vida exacta, Laughlin se mantuvo fiel al consejo de su maestro (con alguna pequeña trampa, todo hay que decirlo, pues publicó algo una vez bajo seudónimo). Pero un día no pudo más, y empezó a sacar poemarios suyos. Esa desobediencia era necesaria para evitar la idolatría: uno sólo es el Maestro al que obedecer del todo. La desobediencia redundó también en pura justicia poética. De haber guardado Laughlin un silencio absoluto, Pound hubiese pasado a la historia como un déspota capaz de ajar una tierna vocación lírica en ciernes. Como los poemas no eran de primera categoría, quedó claro que era un crítico excepcional.
Aunque menor, la poesía de Laughlin es deliciosa, sin embargo. Tiene una sencillez muy educada y emocionante. Quizá la áspera lección de Pound, además de para convertirle en un editor sobresaliente, le sirvió para escribir una poesía sin mistificaciones ni adornos, de tan humilde, humanísima. Incluso en esa desobediencia final suya, tuvo en cuenta las palabras de su maestro, y supo aprovecharlas. Leyendo sus Poemas de amor se disfruta bastante. No sólo de grandes poetas vive el lector.
Como discípulo, si yo hubiese atendido más a Rafael Domingo, me habría ahorrado dos años (que para mí se quedan) de exhaustivo temario de judicatura. Ahora, ya como profesor, me pregunto a menudo: eso, ¿cómo se hace?, ¿cómo aconsejar así a mis alumnos? Sería maravilloso que me obedeciesen, no 40 años, no pido tanto, sino durante las clases y un poco más allá. De hecho, me quedaría más tranquilo sabiendo que al final harían lo que les diese la gana. Qué responsabilidad impropia tener la última palabra. Por todo, Laughlin, aparte de editor extraordinario y de poeta encantador, fue el discípulo perfecto. Quién lo pillara. Y quién lo hubiese sido.
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Hablas justo de los temas que a mí me preocupan en estos días... ahora que empiezo a ser profesora y me doy cuenta de que, a pesar de ser torpe y tierna en el mal sentido de la palabra, y de que mis primas me llamen Espinete y de que me vaya tropezando por los rincones, misteriosamente alguna de mis alumnas me tomarán por maestra y tendré que serlo... y entonces ¿qué? Habrá que leer mucho y conocer mucho a la gente y pedir mucha ayuda de lo alto, supongo...
ResponderEliminarEspectacular este post, un poeta que salió de su anonimato, un editor que triunfo por los consejos de su maestro... Pero Enrique, no sé si los maestros darían consejos tan buenos si no hubiera reticencias de los alumnos. Saludos
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