domingo, 5 de julio de 2009

Carmen López Llopis

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Nació en Elche de casualidad, porque su padre —mi abuelo— estaba destinado allí. Enseguida se volvieron a Murcia, de donde se sintió siempre. Hija única, en todos los sentidos, de padres amantísimos, rodeada, además, de tías y de tíos solteros, tuvo una infancia muy alegre y un tanto mimada, hay que reconocerlo, aunque se lo merecía. Estudió con brillantez en el Colegio de Jesús-María.

Hubiese preferido hacer la carrera de Filosofía y Letras, pero su padre la empujó a la de Farmacia (eran otros tiempos), y ella se lo tomó con filosofía (y letras). Comenzó la carrera en Madrid, viviendo en casa de su tío el psiquiatra Bartolomé Llopis. Aquella era una casa de locos, no porque su tío pasara allí consulta, sino por sus numerosos hijos, súper cultos, hiper cosmopolitas y extravagantes. Hija única y niña de provincias, disfrutó mucho con sus primos madrileños. Y en cuanto pudo, escapó a Granada.

No hemos dicho que era muy guapa, pero lo era. Cuando llegó a Granada, el portuense Enrique García Máiquez, entre otros, le echó el ojo. Comentándolo con sus compañeros de Colegio Mayor, fue respondido: “Más quisiera el gato/ lamer el plato”. Sin embargo, aquello le salió bien y se hicieron novios. El estupor de su hazaña no se le quitó a Enrique García Máiquez en 41 años de matrimonio.

Tras dos años en Sevilla, se instalaron para siempre en el Puerto. La cosa tuvo su ironía, porque quince años antes, en un viaje por Andalucía con sus padres, Carmen había preferido pasar la mañana leyendo en la playa de Cádiz a ir de excursión al Puerto de Santa María. A la vuelta, mis abuelos le recriminaron su decisión, diciéndole, literalmente: “Es un pueblo precioso, hija, y ya no lo conocerás nunca”.

Desde el Puerto, volvía a Murcia a tener sus hijos, cuatro, al abrigo de su madre. Por entonces se puso gravísima, con una leucemia letal. Los médicos perdieron toda esperanza, pero precisamente eso fue lo único que no perdieron ni ella ni mi padre ni sus amigos. Se curó. En el ínterin se hizo miembro del Opus Dei, demostrándose una vez más que no hay mal que por bien no venga. Reanudó su vida familiar, profesional —como boticaria y como ama de casa— y social. Tuvo siempre tiempo para todos, y cuando digo todos, es todos, empezando por Dios, eje de su vida, siguiendo por su marido, por mis hermanos y un servidor, y acabando por sus conversaciones inacabables con sus incansables amigas. No creo que ninguno se sintiera desatendido nunca. Cómo lo conseguía, no lo sé.

Sófocles sentenció que nadie puede considerarse feliz hasta su muerte. A pesar del profundo respeto que debemos sentir por Sófocles, se diría que Carmen fue feliz desde muchísimo antes. Enferma otra vez de cáncer, murió de camino al hospital, cuando pasaba justo por Elche. Habrá quien vea en esto sólo una curiosa coincidencia, aunque a uno más bien le parece el símbolo de una vida redonda, perfecta.

12 comentarios:

  1. Muy emotivo, Enrique. Redondo.
    Un abrazo, ya lo sabes.

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  2. Tu madre te estará aplaudiendo, Enrique, como yo ahora.

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  3. Ante una vida/muerte cristiana, como ésta, priman la esperanza, la lucidez y el buen humor: otro misterio que hay que aceptar. Yo te envío otro fuerte abrazo en forma de banderita que ondea.

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  4. Un sentido pésame, que aunque suene a frase hecha, creeme que no lo es. Qué bien la homenajeas aquí.

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  5. Hermoso artículo, Enrique. Un abrazo.

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  6. Precioso y emocionante homenaje que nunca es suficiente en el caso de una madre. Ella, que estará junto a la Madre del cielo, te estará sonriendo agradecida.

    Un abrazo

    Luis Felipe Utrera-Molina

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  7. un abrazo de los mulvihill

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  8. Me has conmovido, Enrique. Un fuerte abrazo

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