La paradoja que, poniendo cara de aguda inteligencia, achacan a los católicos, esto es, que no condenamos absolutamente la pena de muerte en todos los casos y en cambio estamos contra el aborto y la eutanasia, es reversible. Ellos están contra la pena de muerte, pero a favor del aborto y la eutanasia. Por un lado, el nuestro, está claro que se trata de una cuestión de culpabilidad o inocencia, esto es, de estricta justicia. En el otro lado la paradoja es la misma, pero muchísimo más oscura e incomprensible.
Caben, desde luego, importantes matizaciones al primer párrafo. Las reservas del Catecismo de la Iglesia Católica a la aplicación de la pena de muerte son máximas. Además, la Iglesia intercede por la vida de los condenados a la pena de muerte. Las hemerotecas están llenas de las súplicas de los Papas en estos casos. Y todavía más: la inmensa mayoría de los cristianos están personalmente en contra de la pena capital. Por tanto, que la doctrina de la Iglesia, y yo con ella, no la condenemos en teoría como intrínsecamente ilegítima para determinados casos y con estrictas garantías se queda como un testimonio de honestidad intelectual. La Iglesia —y yo con ella— ha preferido arrostrar las incomprensiones del discurso de lo políticamente correcto, defender la verdad de las cosas e interceder luego en la práctica por la vida de los condenados.
También caben puntualizaciones en la parte oscura. ¿Protestan al menos con el mismo ímpetu contra las penas de muerte que se aplican en Estados Unidos que contra las de Cuba o Irán? Y conste que sólo les pido el mismo ardor.
A mí, sin embargo, me desconcierta mucho más otra paradoja. ¿Por qué somos los cristianos, que creemos en la vida eterna, los defensores a ultranza de la vida temporal? ¿No sería más propio nuestro lo del cuento aquel de Borges en que uno pregunta a otro si se mató y éste responde: “Pues francamente, no lo sé”? Quizá Chesterton explote esta paradoja en algún lugar de su obra inabarcable. Tomás Moro, que con gracia y coraje defendió su vida sin vocación ninguna de mártir, me daría una explicación tan atinada como divertida. Y algo dijo San Pablo de pasada. Pero mientras yo desentraño o no esta paradoja, la disfruto. ¡Viva la vida, ésta y la de más allá, la mía, la de ustedes, la de todos y la de siempre!
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Convendría, para claridad de todos y confusión de nadie, que la iglesia pusiese algún ejemplo de un caso absolutamente excepcional en el que levantaría su veto a la pena de muerte, ella, Esposa de Cristo, un ajusticiado por la pena de muerte. A mí, como católico, me confunde, pues abre ahí un hiato donde la vida de un hombre deja de estar en manos de Dios -argumento sacratísimo que Ella, y yo dentro de ella, siempre utiliza- para pasar a estar en manos de los hombres.
ResponderEliminarUn abrazo, amigo Enrique, y ánimo con esa astenia.