viernes, 31 de julio de 2009

Veranee en el Infierno

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Están de moda los destinos exóticos de vacaciones, pero la crisis no permite excesivas virguerías. O al menos, eso cree el común de los mortales, porque en realidad la crisis es una ocasión inmejorable para pegarse un viaje al Más Allá. Mi consejo es que este verano lean la Divina Comedia: por el módico precio de un libro, que puede ser de bolsillo, en 100 cómodos cantos, viajarán por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Ríanse ustedes de Cancún o de Birmania (que es, curiosamente, donde se ha ido mi cuñado).

Dante no ganó el Nobel, entre otras cosas porque nació 636 años antes que el célebre premio, pero es quizá el único poeta al que se le ha dedicado una encíclica: In praeclara, de Benedicto XV, que es un premio bastante mayor. Mi mujer me pregunta con frecuencia por qué compro tantos libros si estoy siempre releyendo la Divina Comedia. Pues porque siempre se le descubren últimas novedades.

Ahora estoy entusiasmado con la siguiente hipótesis. Como se sabe, Dante, en su paso por el Infierno, continuamente se apiada de los condenados. Según Borges, esto es una argucia literaria para dar más verosimilitud a la obra: los condenados lo estarían por Dios, y no colocados allí por el autor, que se enmascara en su lástima. Pienso que el motivo es aún más sutil y mucho más teológico. En el Infierno, Dante es el único cristiano: lo guía Virgilio, que como se repite constantemente no tuvo la suerte de conocer a Cristo. Esa compasión que siente Dante, y que Virgilio le afea en varias ocasiones, es, en realidad, un reflejo de la misericordia de Cristo, que llega incluso a las profundidades infernales.

Que Virgilio representa el mundo precristiano está claro, además, por la insistencia con que llama la atención de Dante sobre personajes ilustres de la Antigüedad. Hay momentos en los que Virgilio parece fastidiado de tanto florentino. Igual que El Quijote, la Comedia es la historia de una amistad, de una larga conversación, y compensa oír sus acentos y matices.

Cuando ustedes regresen de sus vacaciones y los compañeros de trabajo les pregunten dónde han estado, imaginen la impresión que les causarán si responden: “En el Infierno, en el Purgatorio y, al final, en el Paraíso”. El Infierno, sobre todo, tenemos un enorme interés en conocerlo ahora y sólo a través de la literatura. Después queremos evitarlo a toda costa.

jueves, 16 de julio de 2009

Las armas y las letras

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Me cuenta un profesor de literatura de instituto, que eso sí que son armas, sobre todo, y letras, que sus alumnos se pasman ante el hecho de que Garcilaso fuese poeta y militar. No se les ocurren, a las criaturas, dos profesiones más antagónicas. Tienen asegurado, al menos, el pasmo continuo, pues de Alfonso X abajo no se libran los mejores: Jorge Manrique, el capitán Aldana, nada menos que Cervantes, Lope de Vega, Cadalso, entre tantos, por no hacer un ejercicio de memoria histórica y recordar cómo en ambos bandos de la guerra civil se hizo buena (y mala, pero sólo importa la buena) poesía.

Carlyle dejó claro que es todo lo contrario de lo que se piensan los alumnos de mi amigo. Sólo hay tres cosas serias que ser en la vida: sacerdote, guerrero y poeta. Lo demás son formas más o menos honradas de ganarse el pan. Antes de que los ingenieros (tan satisfechos, en general, de haberse conocido) protesten, les diré que, gracias al bautismo, los cristianos tenemos vocación de sacerdote, de rey o de milites christi y de profeta. O sea, que todos tan contentos, y a trabajar.

Lo que no quita para que uno, poeta strictu sensu, sienta, descontando desde luego un profundo agradecimiento a los sacerdotes, una querencia solidaria con los militares de vocación y de profesión. En estos últimos meses, esa querencia está en el cuerno de África, luchando contra la piratería.

Aprovechando que Miguel Aranguren habló en Alba de mi blog “Rayos y truenos”, contaré que uno de sus visitantes es un antiguo superior mío de la mili. No sé qué graduación tendrá ya, pero cuando yo estaba a sus órdenes era sargento. Contra lo que quiere el tópico, no gritaba, sino que me buscaba por los rincones de la Base Naval de Rota para charlar de amena literatura. Me ayudó a corregir las pruebas de mi primer libro. El otro día entró en el blog desde Somalia y se felicitaba por haber podido hacerlo. No creo que sepa la alegría que me daba y el honor.

Mi otro amigo allí es un mando. Hablé con él antes de su marcha y puse todo mi empeño en convencerle de que llevase un diario de su misión. Un diario personal, sin revelar datos ni rebajarse al cotilleo, sino a lo Jünger, contando sus vivencias. La piratería tiene tal tradición literaria y él es tan listo que, si lo escribe, será delicioso. Nos vendría muy bien un ejemplo más, muy siglo XXI, de la buena y vieja y eterna relación entre las armas y las letras.
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domingo, 12 de julio de 2009

Sobre corrupción

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Por un tic automático y televisivo, asociamos la palabra "corrupción" con "Miami", como si no tuviéramos lo nuestro aquí. Como entre amigos se perdona todo, os confesaré
que una primera versión del artículo se tituló "Corrupción en mí a mí", pero me arrepentí a tiempo de la paronomasia, y preferí un sencillo doble sentido: "Sobre corrupción".
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martes, 7 de julio de 2009

Pelotitas y pelotazos

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En la playa, aunque están prohibidas, abundan las pelotitas de fútbol. Son una plaga. No hay nada más molesto, como usted sabe, y, si aún no lo sabe, lo comprobará en cuanto le den las vacaciones, que estar tomando el sol sobre la arena cercado de personas que corretean, saltan, se empujan, caen, gritan y, sobre todo, chutan con fuerza pero precisión escasa. Como yo no estoy muy moreno, soy un blanco perfecto.

He dejado, qué remedio, de leer y me he puesto a vigilar detenida, preventivamente a los futbolistas de la orilla. Me ha llamado la atención lo talluditos que son. No tienen edad para esta fiebre balompédica aguda. En nuestra sociedad hay una epidemia de juvenilización, lindando con el infantilismo, que en la playa salta a la vista. Todos (y todas) visten (o se desvisten) y se tatúan como si fuesen estilizados adolescentes, aunque no. Y ellos van con su baloncito, tan contentos, a corretear por la orilla y a dar toques, dicen. Por supuesto, nadie lee, y me parece que tampoco leería mucha gente aunque nos dejasen hacerlo los enérgicos jugadores.

Hay en el fútbol —reflexiono— una renuncia antinatural que tiene el valor de un símbolo. La inteligencia invita a sujetar el esférico con las manos y dejar los pies para andar o, en casos extremos, para correr; la inteligencia o el simple sentido común. Pero el fútbol se centra en las extremidades inferiores. ¿Ven la simbología?

domingo, 5 de julio de 2009

Carmen López Llopis

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Nació en Elche de casualidad, porque su padre —mi abuelo— estaba destinado allí. Enseguida se volvieron a Murcia, de donde se sintió siempre. Hija única, en todos los sentidos, de padres amantísimos, rodeada, además, de tías y de tíos solteros, tuvo una infancia muy alegre y un tanto mimada, hay que reconocerlo, aunque se lo merecía. Estudió con brillantez en el Colegio de Jesús-María.

Hubiese preferido hacer la carrera de Filosofía y Letras, pero su padre la empujó a la de Farmacia (eran otros tiempos), y ella se lo tomó con filosofía (y letras). Comenzó la carrera en Madrid, viviendo en casa de su tío el psiquiatra Bartolomé Llopis. Aquella era una casa de locos, no porque su tío pasara allí consulta, sino por sus numerosos hijos, súper cultos, hiper cosmopolitas y extravagantes. Hija única y niña de provincias, disfrutó mucho con sus primos madrileños. Y en cuanto pudo, escapó a Granada.

No hemos dicho que era muy guapa, pero lo era. Cuando llegó a Granada, el portuense Enrique García Máiquez, entre otros, le echó el ojo. Comentándolo con sus compañeros de Colegio Mayor, fue respondido: “Más quisiera el gato/ lamer el plato”. Sin embargo, aquello le salió bien y se hicieron novios. El estupor de su hazaña no se le quitó a Enrique García Máiquez en 41 años de matrimonio.

Tras dos años en Sevilla, se instalaron para siempre en el Puerto. La cosa tuvo su ironía, porque quince años antes, en un viaje por Andalucía con sus padres, Carmen había preferido pasar la mañana leyendo en la playa de Cádiz a ir de excursión al Puerto de Santa María. A la vuelta, mis abuelos le recriminaron su decisión, diciéndole, literalmente: “Es un pueblo precioso, hija, y ya no lo conocerás nunca”.

Desde el Puerto, volvía a Murcia a tener sus hijos, cuatro, al abrigo de su madre. Por entonces se puso gravísima, con una leucemia letal. Los médicos perdieron toda esperanza, pero precisamente eso fue lo único que no perdieron ni ella ni mi padre ni sus amigos. Se curó. En el ínterin se hizo miembro del Opus Dei, demostrándose una vez más que no hay mal que por bien no venga. Reanudó su vida familiar, profesional —como boticaria y como ama de casa— y social. Tuvo siempre tiempo para todos, y cuando digo todos, es todos, empezando por Dios, eje de su vida, siguiendo por su marido, por mis hermanos y un servidor, y acabando por sus conversaciones inacabables con sus incansables amigas. No creo que ninguno se sintiera desatendido nunca. Cómo lo conseguía, no lo sé.

Sófocles sentenció que nadie puede considerarse feliz hasta su muerte. A pesar del profundo respeto que debemos sentir por Sófocles, se diría que Carmen fue feliz desde muchísimo antes. Enferma otra vez de cáncer, murió de camino al hospital, cuando pasaba justo por Elche. Habrá quien vea en esto sólo una curiosa coincidencia, aunque a uno más bien le parece el símbolo de una vida redonda, perfecta.