viernes, 29 de julio de 2011

No volveré a ser joven



El primer regalo que me ha hecho la visita del Papa a España es la siguiente pregunta recurrente: “¿Vas a la Jornada Mundial de la Juventud?” Entran ganas de dar un abrazo a los que me preguntan. Pienso en mi fecha de nacimiento o, cuando llego a casa, me miro al espejo, y no me lo explico, la verdad.

Entré en la juventud hace muchísimo. Fue con un rito iniciático. En 1982, con trece recién cumplidos, acudí al estadio Bernabéu al “Encuentro con los Jóvenes” que iba a celebrar Juan Pablo II. Recuerdo mis miedos de pre-adolescente, azuzados en el autobús por los mayores del colegio, angelitos, que me embromaban con la posibilidad de que en la entrada me dijesen que aquello no era un “Encuentro con la Tierna Infancia” y que me volviese a casa, hala, con mis papás. Me veía paseando solo por La Castellana, oyendo el eco lejano de las palabras del Papa mientras hacía tiempo para coger el autobús de vuelta. Afortunadamente, me dejaron entrar. Suspiré aliviado. Durante todo el acto tuve conciencia de que allí y entonces empezaba a ser joven.

Entremedias, he sido joven una pila de años, casi demasiados, diría, y tuve la suerte de acudir a las Jornadas de la Juventud en Roma y en París. Salí de la juventud como entré: por la puerta grande: en el 2003, con casi treinta y cinco años, nel mezzo del cammin di nostra vita, tras el “Encuentro con los Jóvenes” en el aeródromo de Cuatro Vientos. También me acerqué a la entrada con cierta aprensión. Esta vez temía que me recordasen que se había convocado a los jóvenes, y que a mí se me había pasado el arroz. Me dejaron pasar. Suspiré aliviado. Durante todo el acto tuve muy clara conciencia de que estaba ante un rito de finalización: no volvería a ser joven.

Me consta que muy pocos coetáneos compartirán esta última idea y muchos menos con la serena alegría (casi celebración) con que la llevo yo. Mis antiguos compañeros de Universidad están organizando un encuentro en Madrid aprovechando su asistencia a la Jornada. Me parece muy bien y leo los e-mails que nos cruzamos con emoción, pero también con extrañeza de que ni uno haya llamado la atención sobre nuestra condición de ya-no-jóvenes.

Con todo, si pudiera iría, claro: me colaría. Subrayo el verbo colarse porque creo que si el Santo Padre convoca a los jóvenes es a los jóvenes. Y no simplemente por un criterio estrictamente cronológico, sino porque los actos, la escenografía y el ambiente están pensados para ellos. Estos encuentros consisten en un paso adelante del Papa y de la Iglesia que busca a la juventud en sus caminos. Nunca le agradeceré lo bastante ese paso a Juan Pablo II que desde el principio hasta el final de la mía la llenó de ideales y la vació de complejos.

Pero Benedicto XVI ya no es el Papa de mi juventud, sino de mi madurez. Ahora me toca asumir otro papel dentro de la Iglesia. Acudir, si acaso, a los encuentros con las familias, y sobre todo seguir fielmente su magisterio en mi vida profesional y personal. Bastantes de esos antiguos amigos de la universidad con los que nos cruzamos e-mails lamentan que no podrán acudir a Madrid esos días porque, como yo, tienen que estar haciéndose cargo de sus hijos pequeños. Natural. Lo único que sobran, desde mi punto de vista, son las lamentaciones. Ése es nuestro papel.

Uno de los nuestros. Otro papel es rezar intensamente por el éxito del viaje del Papa a España. Otro, seguir atentamente sus mensajes por televisión, y releerlos en la prensa. Otro, animar mucho a los que vayan (incluyendo, por supuesto, a los jóvenes de espíritu, dicen, que se cuelen). Y soñar que en unos años sean nuestros hijos los que acudan, ilusionados, felices, entusiastas, conmovidos, a otras jornadas de la juventud con el Papa esparcidas por todo el mundo. 

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