La literatura polaca del siglo XX y de éste (su poesía en particular) está llena de nombres tan impronunciables como imprescindibles: Tadeuz Rózewicz, Czesław Miłosz, Aleksander Wat, Zbigniew Herbert, Wisława Szymborska, Jan Twardowski… Adam Zagajewski (Lwów, 1945), candidato al premio Nobel, de intensa biografía y extensa obra, es una de sus figuras más representativas.
El escritor Jesús Miramón lanzaba una pregunta a la Red que es –aunque no tan hermosamente expresada– la que nos hacemos muchos: “¿Por qué se escribe tan buena poesía en Polonia?”; y seguía: “He llegado al punto de que cada vez que se sienta al otro lado de mi mesa de trabajo una persona de esa nacionalidad ya tiene mi simpatía y mi admiración por ello. Sé que es ridículo pero ¿acaso no lo son todos los prejuicios?”
La respuesta, además del hecho indubitable de que el Espíritu sopla donde quiere, ha de partir siempre de que para el pueblo polaco, tan machacado históricamente, la literatura ha sido el último refugio de su identidad nacional. Lo dejó dicho Adam Zagajewski en una conferencia de 1989 con un título épico: “Con la poesía polaca contra el mundo”. Allí relataba cómo (cuando escapó del comunismo) la poesía le salvó de la desesperación estéril de la emigración. Y añade otro elemento que le caracteriza en su papel de eslabón: “Siempre me quedaba el sentido del deber hacia mis predecesores y sucesores”. Dentro de todo el elenco deslumbrante de poetas polacos, conviene pararse en Zagajewski porque en él encontramos exacerbada una característica clave de esta poesía: la de encontrarse, como su propio país –entre Alemania y Rusia, entre Occidente y Oriente– en medio de todas las encrucijadas, como señaló en repetidas ocasiones Juan Pablo II, poeta polaco también él.
En Adam Zagajewski es incluso una constante vital. Se retrata (en “Autorretrato no exento de dudas”) entre el entusiasmo del mediodía y el decaimiento de la tarde, “siempre demasiado o demasiado poco”. En otro autorretrato, se pinta repartido hasta entre sus herramientas: “Entre el ordenador, el lápiz y la máquina de escribir se me escapa medio día”. Su biografía también resulta dividida. Formó parte del movimiento “Nueva ola”, muy relacionado con el sindicato Solidaridad y opuesto al régimen comunista. Pero descubrió que la poesía tenía que alejarse de los acontecimientos más inmediatos para ganar perspectiva, y se convirtió, ya en el exilio, “en un disidente de los disidentes”. Luego llegó la caída del muro. Susan Sontag ha explicado muy bien la dificultad que ha supuesto para los intelectuales polacos de la generación de Zagajewski pasar de los tiempos heroicos del anticomunismo a esta época de expectaciones morales disminuidas y estándares artísticos superficiales.
Esas encrucijadas nacionales y personales se reflejan en su pensamiento y en su creación. Para él la poesía se mueve entre los polos opuestos de la ironía y el fervor, de la pasión y la forma, de la elegía y la epifanía; la literatura, por su parte, se escinde en dos grandes reinos: la prosa y la poesía; su vida interior oscila –según confesión propia– entre el sueño y la indolencia y el despertar poético; como todo intelectual, piensa entre el nihilismo y la admiración; su corazón late del cosmopolitismo al amor a Polonia; lee con igual fervor a Cioran y a Wojtyla; sus conversaciones se reparten entre los vivos y los muertos; la realidad y el arte se miran recelosas; sus poemas van y vuelven, como un metrónomo, de la historia y la anécdota biográfica a los valores eternos; Dos ciudades se titula uno de sus ensayos, y otro, Otra belleza, y otro Solidaridad y soledad.
Para explicarnos en la medida de lo posible la calidad de esta poesía (en particular, la de Zagajewski, pero en general de toda la polaca, que él representa aquí a efectos didácticos) no debemos olvidar esas tensiones continuas y diversas, cruciales, que la convierten en un campo de fuerzas. Esto es fundamental, aunque no sea, por supuesto, su único valor. Por citar otro, recordemos cómo Charles Simic, en un artículo sobre nuestro poeta, apuntaba: “La poesía polaca tiene una rara virtud: su legibilidad en una época en la que los experimentos modernistas han hecho de mucha de la poesía escrita en otras latitudes algo sencillamente hermético”. En esa legibilidad tiene un papel protagonista el desplazamiento del protagonismo de la metáfora a la imagen que se va cargando de leve y persistente simbolismo.
Pero tanta tensión y la claridad expositiva no conquistarían nunca al lector si no fuesen acompañadas por una decidida toma de partido a favor de un tono moral. Zagajewski, rodeado de dudas siempre, sabe que “el territorio de la verdad/ es claramente pequeño, estrecho/ como una senda en un precipicio”, pero que ése es su camino. Su gran peligro es recrearse en la duda, esto es, olvidar las tensiones y recostarse en una posición centrista muy satisfecha de sí misma, tanto en lo poético como en lo ensayístico. No puede cambiar impunemente una esperanza árida por una cómoda instalación en el justo medio. En el último ensayo de su último libro confiesa que la fría forma y la pasión indomeñable, los dos extremos contrapuestos del arte, se encontrarán, en su máxima potencia y reconciliados, en Dios. Ése es su sitio.
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ZAGAJEWSKI Y ESPAÑA [apoyo en un recuadro]
Si estuviésemos hablando de poesía española, habría que reflexionar sobre la atención con que nuestra poesía más joven lee al poeta polaco, muy editado aquí últimamente. O de su desprecio por los seguidores de Ashbery. Pero como hablamos de él, lo interesante será destacar que este intelectual al que nada de lo humano le es ajeno, y menos si es europeo, ha vuelto en varias ocasiones sus ojos a España. Tras alguna mención un tanto tópica (“Aves negras caminan por los campos/ siempre esperando algo, pacientes como viudas españolas”), asombra el largo y esencial ensayo titulado “Flamenco”, que recoge en Solidaridad y soledad. Y tiene, sobre todo, un poema imprescindible, “Zurbarán”, que vale por toda una metafísica y una ascética:
Zurbarán pintó
santos españoles
y naturalezas muertas,
los alternaba,
y por eso los objetos
que yacen en las pesadas mesas
de sus naturalezas muertas
son, también, santos.
En efecto, la poesía polaca del siglo XX (y anterior) se convirtió en uno de los últimos reductos de la identidad perdida o masacrada. Pero aparte de esto, hay en la sociedad polaca un respeto y valoración de la cultura, el saber y las buenas maneras ajenos por esto lares. Otro gran poeta: Jerzy Liebert. Saludos.
ResponderEliminarGracias por el interesantísimo artículo (y también por la parte que me toca). Un abrazo.
ResponderEliminarHe tardado unos días, Angelus, en encontrar mi volumen de Liebert, abducido por mi biblioteca y traspapelado en mi memoria, pero acabo de encontrarlo y lo releeré con gusto. Seguro que aumenta mi lista de grandes poetas polacos.
ResponderEliminarY también gracias a ti, Jesús. Tu excelente pregunta admirativa fue lo que puso en marcha este artículo y por tanto te toca parte de su retribución, que espero pagarte algún día en especie con una buena cerveza o un vino y sus correspondientes tapas.
Gracias por la referencia a Zurbarán (también). ¿Podías decirme donde publica ese poema? Me asombra Zurbarán como inspirador de poetas.
ResponderEliminarGracias por el interés, Ignacio. El poema está en Antenas (Acantilado, Barcelona, 2005).
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