Como una mala estudiante de secundaria, la ministra de Cultura se puso a hablar de las dos anécdotas biográficas de Caravaggio que circulan por ahí, en vez de referirse a la espléndida obra prestada por los Museos Vaticanos. En el Museo del Prado, hablando de la homofobia y de la persecución de Caravaggio en el acto de recepción del préstamo del Vaticano, no anduvo muy protocolaria. Pero ha servido de revulsivo para que se hable un poco más del cuadro, que es lo que importa.
El Museo del Prado exhibe desde el día 22 de julio hasta el 18 de septiembre, el Descendimiento o Santo Entierro que pintó en torno a 1603 Michelangelo Merisi –es decir, Caravaggio- para una de las capillas de la Chiesa Nuova (Santa María in Vallicella) de Roma. La dirección del Prado ha querido relacionar felizmente, dentro de su programa de exposiciones de la Obra Invitada, un cuadro religioso con la Jornada Mundial de la Juventud, y para ello solicitó, a través de la Iglesia española, este préstamo de la impresionante pintura que se conserva en los Museos Vaticanos.
Caravaggio superó el cansancio del Renacimiento clásico por medio de la intensidad de un realismo que se fue haciendo cada vez más descarnado y grandioso, acaso como reflejo de su propia vida llena de claroscuros. Cuando alcanzaba el éxito como pintor, como en Roma, tenía que huir por violento y asesino; y cuando su arte le encumbraba socialmente, como cuando le nombraron Caballero de la Orden de Malta, su pasado criminal le desterraba a una errancia infinita. Pero la solidez de su leyenda de pintor maldito no puede desmentir que fue un pintor apreciado por los grandes de su tiempo –los cardenales Sannesio, Borghese o del Monte, el príncipe Marzio Colonna o el embajador de Francia en Roma- y por los artistas más importantes del barroco europeo –Rubens, Gentileschi, Maíno, Ribera, e indirectamente Velázquez.
El Santo Entierro se pintó en Roma entre 1602 y 1604, encargada por Gerolamo Vittrici, y resulta uno de los ejemplos más destacados del llamado estilo “intermedio clásico” de Caravaggio, donde se mezclan en perfecto equilibrio su particular realismo, su dramatismo solemne, la monumentalidad miguelangelesca de las figuras y el claroscuro delicado. Una oportunidad inmejorable para enriquecer nuestra percepción del genio italiano, del que tenemos un excelente cuadro menor en el Prado, y de poder compararlo junto con el Descendimiento de Van der Weyden o el Entierro de Cristo de Tiziano.
Los historiadores siempre han llamado la atención sobre la posible simbología de la pintura, que relaciona la piedra del sepulcro –que sobresale en pico hacia el espectador de forma evidente– y la piedra angular que representa Cristo. Este mensaje cristológico llevado de la mano del dolor y la muerte resulta muy oportuno en el contexto de una reunión internacional de jóvenes entusiastas, valga la redundancia, dispuestos a reflexionar sobre los pilares de sus propias creencias.
Y es grato imaginar lo que disfrutaría Caravaggio contemplando a cuadrillas de jóvenes contraviniendo los férreos dogmas del laicismo actual acercarse llenos de admiración y devoción al Museo del Prado para contemplar su pintura, y disfrutarla y reflexionar sobre ella como si se tratara de una ventana abierta a la más cruda realidad de un misterio.
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VIDA Y OBRA
Desde el estructuralismo parece de muy mal tono referirse a la vida de los artistas a la hora de enjuiciar sus obras. Cuando la biografía se toma como excusa para no entrar al fondo del arte, como ha hecho la ministra, está de más, efectivamente. En cambio cuando la biografía se estudia como causa (una más) para entender mejor el fondo del arte, nunca está de más, ni mucho menos. La vida torturada de Caravaggio, del que se sabe con certeza que fue un asesino y del que se supone su homosexualidad, puede ser utilizada —forzando bastante las cosas— como muletilla del discurso de valores dominante. Mucho más interés tiene preguntarse hasta qué punto esa vida de fuertes contrastes (pintor religioso, al servicio de los grandes de la Iglesia, honrado y admirado, y a la vez polémico, ambiguo y maldito), esa vida de fortísimos contrastes, mejor dicho, influyó en sus violentos claroscuros, en sus figuras retorcidas, en su áspero realismo o en su concepción general de la pintura, palpitante porque sufriente.
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