domingo, 10 de octubre de 2010

Naturalidad de Gaya (y artificialidad del centenario)

Aunque he vuelto a repasar (gozosamente) sus libros, no he encontrado que Ramón Gaya presuma nunca de haber nacido en una fecha tan sobresaliente como el 10 del 10 del 10. Él consideraba, en cambio, muy trascendente su lugar de nacimiento: “Mis padres eran catalanes, quiero decir que no tengo raza allí [en Murcia], pero se ve que ese primer llanto cuando uno aparece, tiene mucha importancia, no sé, son cosas secretas”.
Esa diferencia de valoración entre fecha y lugar no es una curiosidad. Nos permite vislumbrar desde el principio el alma del pintor. Le interesa la realidad; no unos números que sirven, un tanto arbitrariamente, para fijarle en la historia. Esta atención a lo real de la vida, más que a lo convenido, es una constante de su obra.

Obra que quizá al público en general le parezca sencilla, tan figurativa y, en contraste con la “pintura abstracta, tan bonita”. Ese público, sin embargo, no terminará de entender del todo la admiración fervorosa de tantos escritores y poetas, entre los que se cuentan nada menos que Tomás Segovia, Juan Manuel Bonet, Andrés Trapiello, Pedro Serna, Eloy Sánchez Rosillo, Juan Pedro Quiñonero, y muchos otros. Porque al ver que Gaya no entra con todos los honores en el Canon del Arte Contemporáneo, puede asumir que nuestro pintor es tan demodé (se dirá a sí mismo) como su propio gusto, convencido de que la razón histórica la tienen siempre “los otros”.

Eso es no haber entendido nada. No es sólo que el aparato cultural imperante no pueda admitir a alguien que, como dice Enrique Andrés Ruiz, “pinta rosas en una copa de agua, y que —esto es más grave— desde 1960 viene pintando Bautismos de Jesús”. Es que, como señala el mismo crítico, esos museos se han levantado para albergar “el arte de nuestro tiempo”, y justamente ese tinglado es lo que viene a negar la pintura de Ramón Gaya. O no a negar, sino a ignorar, pendiente de la pintura auténtica de siempre. Él lo dejó claro: “Yo no he dicho que ‘la modernidad’ no exista, sino tan sólo… que no importa”.

Gaya no es nunca una reacción: “Los que han vuelto al realismo han creído que lo que continuaba después del abstracto era el realismo. Uno de los disparates más grandes que he encontrado siempre ha sido eso de ‘ahora lo que toca es esto’, ‘no, no, lo que ahora viene es esto otro’ … Es como si dijéramos que los hijos se hacen ahora de otra manera. La creación es un acto de la naturaleza y se ha hecho siempre igual”.

Él ni busca ni encuentra, recibe. Esto, que ante sus cuadros se siente naturalmente, resulta muy difícil de explicar. Nunca le agradeceremos bastante, por tanto, sus maravillosos ensayos, sus clarividentes cartas. Uno se titula diáfanamente: Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica). Y nada más ilustrativo, quizá, que su postura ante Picasso: iguales en altura, distintos en actitud. “En Picasso todo es negativo, menos su genialidad. El arte moderno es, o ha tenido que ser, negación pura, y Picasso ha querido o ha tenido que ser su gran símbolo extremoso”, dice. En Gaya todo es positivo, menos su genialidad, a la que impone silencio.

Tan vivos están los cuadros de Gaya, que parece mentira que celebremos ya el centenario del nacimiento del pintor. Las efemérides son muy a propósito para el arte artístico, pero la suya nos coge a contrapié. Aunque se agradece como excusa para volver a Gaya, y como recordatorio de su inacabable actualidad. A fin de cuentas, como escribió el pintor: “La naturaleza ha escapado a la historia [y con ella su arte], nosotros no hemos podido”.

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