En mi primera visita al Museo Gaya, acompañado por mi madre, que en su niñez murciana había jugado en aquella casa con las antiguas propietarias, la impresión más grande me la causó el pequeño dibujo de una costurera. En concreto, la sensación de ver perfectamente el hilo que no estaba dibujado sobre el papel. Cuanto más miraba, más lo veía… viendo a la vez que no estaba. La postura de la mujer, la tensión firme y delicada de su brazo, el pellizco exacto de los dos dedos que sostenían la aguja, trazaban el hilo invisible.
Llegué a verle la curvatura tensa que va desde la tela al ojal de aguja, y ese rabito distraído que le queda por detrás al enhebrar. Y me pareció sorprender el brillo afilado del acero, que ahora no sé si estaba dibujado o no, aunque lo recuerdo perfectamente. Allí delante no extrañaba que los teólogos bizantinos hubiesen discutido con pasión cuántos ángeles cabían en la punta de un alfiler. Quizá, el hecho de que mi abuela, que vivía a tres manzanas del museo, fuese una concentrada costurera, aumentaba por el lado del corazón los puros goces visuales que ese hilo invisible me ofrecía.
Al salir me dio un ataque de remordimiento, sin embargo. Que ante tantos cuadros hermosísimos, yo me hubiese obsesionado con ese pequeño dibujo de tema doméstico, ¿sería una prueba de las dimensiones de mi gusto artístico? A medias por la mala conciencia, que tiene, como se sabe, mucha fuerza mnemotécnica, y a medias por aquel intenso momento de placer, he seguido tirando de ese hilo desde entonces. Y, a pesar de su práctica inexistencia, me ha guiado en mi gozoso internamiento por el diáfano laberinto de Ramón Gaya.
Visto desde aquí, no es extraño: uno de los misterios de su pintura consiste en que no todo lo que se ve en ella ha sido pintado. Tampoco todo lo que se lee en su literatura está escrito. De alguna manera, sus característicos puntos suspensivos son el hilo invisible de su prosa. La importancia que Ramón Gaya le ha dado a esto ha querido subrayarla con su poesía. En el soneto “De pintor a pintor” afirma: “Pintura no es hacer, es sacrificio,/ es quitar, desnudar” y en el titulado “Mano vacante” nos avisa que la del pintor “ha de ser una mano que se abstiene”. La primera relación de su pintura con lo sagrado se da a través del sacrificio y la abstinencia. Miguel d’Ors ha advertido en Virutas de taller (2007) que “el progresivo enriquecimiento del arte de Gaya está hecho, por decirlo así, de sucesivas renuncias. Cada vez menos cosas en el cuadro […] Cada vez menos pinceladas. Cada vez pinceladas más ligeras, que parecen de acuarela sea cual sea la técnica utilizada. Cada vez menos pigmento en ellas…”
El primer logro estético es psicológico. Jorge Luis Borges lo explica en su "Arte poética:" “Lo sugerido es mucho más efectivo que lo explícito. Quizá la mente humana tenga tendencia a negar las afirmaciones”. Y a José Luis García Martín no se le escapa que lo fragmentario contribuye poderosamente al encanto. En el poema dedicado a Safo de El pasajero (1992) dice: “Entrecortadas frases, casi silencio sólo./ ¡Qué frágil esa voz! Y cómo abrasa”.
Ahora bien, ¿cómo se pinta el silencio? No es una pregunta que me haga yo para adornarme con la sinestesia. Gaya lo dice: “Que deba ser silencioso y no pueda, en cambio, ser mudo es la mayor dificultad técnica del arte”. Es importantísima la condición que pone Gaya: no puede ser mudo; si pudiera, bastaría con no pintar, con dejar el lienzo en blanco sobre blanco, enmarcado en mística zen. Pero el arte ha de ser tangible, material, encarnado. La solución de Gaya es prodigiosa: no pintar todo lo que hay (por eso es silencioso), pero dejando que lo no pintado se transparente (y por tanto, no sea mudo). Eso implica una grandísima dificultad técnica, la mayor. Salta a la vista que Gaya la ha vencido.
Más allá de la técnica, de la psicología y hasta de la estética, hay un motivo ético. Hablando de Manolete, Gaya quiso ver en su figura un rasgo nacional: “El arte español parece aspirar a eso: a no hacerse, a valer —eso sí— sin necesidad de hacerse”. Se trata de cierta actitud sprezzante, como la que recomendaba Baltasar de Castiglione y que, a través de la traducción de Juan Boscán, pasaría a los mejores escritores españoles, como Santa Teresa y Cervantes, y a Velázquez, naturalmente. Los poemas de José Antonio Muñoz Rojas, que empiezan siempre con el brillante alfilerazo del verso que dan los dioses y que, con leve desmayo, acaban deshilachándose sin querer ajar el don, y los cuadros de Gaya son los grandes herederos de la tradición del desistimiento. Se diría que en el dilema entre la vida y el arte, la sprezzatura apuesta por la vida, que se cuela por esos fragmentos de los cuadros o en esos párrafos que parecen hechos al descuido. Gaya, que con tanta autenticidad vivió su vocación a la pintura, para no caer en el maniqueísmo y ser a la vez fiel a esta tradición, encontró la expresión prefecta: naturalidad del arte (y artificiosidad de la crítica).
Una razón más —las razones se van sumando, no se excluyen— es su conciencia de que el pintor pinta en nuestro nombre. Que veamos en su cuadro lo que él no ha puesto no puede dejar de ser una llamada, un recordatorio de que hay algo en esa pintura que nos reclama, que nos necesita: no sólo el pintor, sino la pintura misma extendería una mano de mendigo. Esta invitación al diálogo se ve aún más clara cuando, además de al hombre común, se vuelve a la tradición. Para que exista diálogo tiene que dejarse sitio al otro y esperar su palabra con un silencio atento.
En sus homenajes, Gaya siempre abre un hueco para sus maestros y lo hace, nuevamente, recogiendo fragmentos o pequeñas cartulinas de sus cuadros, que nos permiten imaginar; o no, imaginar no: ver la obra original. A las copias, por muy exactas que sean, siempre les falta y les sobra algo. Una copia es como si el maestro nos hubiese dado la mano y le tomásemos el brazo (y qué detalle más fino, precisamente, que muchos homenajes consistan en eso sólo: en la mano del cuadro). La copia, además, suele acabar siéndolo del tema, y no de la pintura, que es lo que importa.
Para la realidad, Gaya guarda el mismo respeto. Cuando habla de “ese preciso y atentísimo ojo tuerto de la fotografía”, lo hace cargado de intención. Más allá del flash de la deslumbrante greguería, nos está diciendo que las cámaras fotográficas, al reproducir exactamente lo que se ve, mutilan la realidad. Claudio Rodríguez lo explica con la misma imagen: “Ciegos para el misterio/ y, por lo tanto, tuertos/ para lo real”. Un poeta puede nombrar el misterio, pero ¿cómo pintarlo?, se preguntaría Gaya. Para pintar lo que no se ve, hay que no pintar lo que se ve… y que se vea. Entonces, gracias a las sucesivas asociaciones del subconsciente, el espectador acabará sintiendo la presencia real de lo invisible.
Se nos irá curando, poco a poco, la ceguera para el misterio y acabaremos con una visión estereoscópica de lo real. Quizá la alegría indudable, física, que nos produce la pintura de Ramón Gaya, como la de los grandes maestros, no sea de naturaleza muy distinta de la que sintió aquel ciego de nacimiento cuya curación, mediante la saliva y el lodo, cuenta el Evangelio de San Juan.
La verdadera pintura nos muestra una realidad que “es… sagrada; y es sagrada —no divina— sin duda por ser portadora, encerradora, escondedora de ese Algo tan… evidente”, explica Gaya en el “Estrambote en prosa” a su soneto “Velázquez”. La comparación que sigue de la realidad con un sagrario es extraordinaria, porque con un gesto aparta a un lado la pulsión del panteísmo, tan propia del arte de los artistas, y al otro, la de la intrascendencia, tan propia de la modernidad.
Ignoro si Gaya conoció aquel pensamiento de Pascal que suspira: “¡Qué vana la pintura que llama la atención por su parecido con cosas cuyos originales no se admiran!” Lo conociese o no, su obra le da la réplica definitiva. Puede hacerlo porque Gaya comprende y comparte el pensamiento pascaliano, y considera “ilusorio, erróneo y tonto” todo realismo, que “no puede escapar a su baja condición de… ismo”. Pero a la vez, el pintor murciano se inclina respetuosamente ante todos los “originales”: un vaso de agua, un espejo, un cazo azul, una leve sombrilla japonesa, una postal, la blandura del agua… porque sabe mirarlos (y hacérnoslos ver) en su admirable realidad, no en su parecido o apariencia.
La pintura de Gaya ha entendido lo que significan las palabras “Misericordia quiero y no sacrificio”. No anulan la necesidad de este último, pero ponen a la primera en su lugar superior. Parte Gaya del sacrificio y la abstención para lograr un silencio piadoso que lo acoja todo. En sus cuadros, ese todo lo representan algunos objetos en nombre de los demás. Los objetos humildes son admirables, más, son venerables, en cuanto que transparentan Algo sagrado. La transparencia de acuarela de su pincel es una trascendencia, y un temblor.
Todo esto resulta muy fácil de decir. Lo imposible — pero “sólo si aspira a lo imposible es posible el arte”, ha dicho Gaya— era hacerlo y hacer que lo viésemos. Que lo viésemos con la claridad de aquel hilo inolvidable en el pequeño dibujo de la costurera.
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