“Morirse es una costumbre/ que sabe tener la gente”, escribió Borges una vez en una milonga muy citada. Más veces afirmó que es el momento más importante de una vida: el que nos revela el destino secreto y auténtico de cada hombre. Celebremos el 25 aniversario de su muerte (14-6-1986), recordándola. Merece la pena.
El 19 de junio de 1986 Pedro Serela, enviado especial de El País a Ginebra para cubrir los funerales de Borges, daba puntual noticia del acto religioso: “Dos sacerdotes lo oficiaron. El protestante habló durante media hora en un tono de resonancias proféticas. Parafraseó a partir del Génesis sobre la creación de la luz, y agradeció a María Kodama, la viuda de Borges, el haber sido ‘sus ojos, sus manos, su corazón. Nunca le olvidaréis’, le anunció. El sacerdote católico reveló que había asistido al escritor moribundo la noche antes de su muerte, y dijo haber percibido a través de sus manos la gran pasión de Borges por la vida”. La manera de narrar las dos prédicas —su contraste— habría sido del agrado del gran escritor, tan aficionado a los matices significativos.
Nos permite vislumbrar detalles de una gran importancia, y no sólo personal, también literaria, puesto que la obra de Borges gira obsesivamente sobre los interrogantes de la muerte, de la eternidad, de la existencia de Dios o no y de la figura de Jesucristo. ¿Fue su muerte un final esclarecedor, como solía serlo en sus milimetrados textos, un final que nos daba la clave de su vida y la respuesta a todas las preguntas que, libro a libro, había ido haciéndose con creciente gravedad? En el poema “Cristo en la cruz” de su último libro, Los conjurados confesó: “El rostro no es el rostro de las láminas./ Es áspero y judío. No lo veo/ y seguiré buscándolo hasta el día/ último de mis pasos por la tierra”.
A Dios en sus tanteos lo había llamado “Dios o Tal Vez o Nadie”, pero siempre con la mayúscula del anhelo. Dios nos libre de las fiebres freudianas, y más en el caso de Borges. Nada de subconsciencias con él, que fue consciente del enfrentamiento teológico que había heredado de sus padres: “Mi madre era católica, como todas las señoras argentinas, sin entender absolutamente nada de religión. Mi padre era librepensador, como todos los señores argentinos”. Resulta curioso, y un tanto machista, que Borges recalque que su madre no entendía, mientras que no objeta nada a los fundamentos teóricos del librepensamiento paterno. Ese enfrentamiento de los padres lo hizo suyo y de su obra: “En el orden intelectual soy un hombre desgarrado hasta el escándalo por sucesivas y contrarias lealtades”. En la narración “El otro” deja entrever cuánto le dolían de muchacho las constantes bromas de su padre contra la fe, que herirían a su madre. Dubitativo hasta el final, cumplió siempre, sin embargo, un encargo de ella: rezar cada noche un avemaría. Y cuando describió la muerte de su padre, convirtió la ceguera paterna (que él había heredado) en un símbolo quizá de su relación con la religión. Lo que está claro es que se negó a enterrarlo sin más ni más en la nada: “Te hemos visto morir sonriente y ciego,/ nada esperabas ver del otro lado,/ pero tu sombra acaso ha divisado/ los arquetipos últimos que el griego/ soñó y que me explicabas. Nadie sabe/ de qué mañana el mármol es la llave”.
El filósofo Héctor Zagal constata que, a diferencia de lo común en sus tiempos, a Borges lo que le costaba era creer en la inexistencia divina. Había escrito: “El Universo requiere la eternidad. Los teólogos no ignoran que si la atención del Señor se deviara un solo segundo de mi mano derecha que escribe, ésta recaería en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz. Por eso afirman que la conservación de este mundo es una perpetua creación y que los verbos conservar y crear, tan enemistados aquí, son sinónimos en el cielo”. [¿Hace falta decir que esa equiparación de los verbos "conservar" y "crear" me resulta especialmente sugerente?]
También por nobleza de carácter (que tiene su peso en estas cuestiones) Borges tendía a creer en la inmortalidad de los que amaba y de las cosas bellas (el arquetipo del soneto, por ejemplo) y a desear lo mejor a todos: “Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno”. A pesar de sus dudas, nunca perdió ni el vivísimo interés (“Los católicos argentinos creen en un mundo ultraterreno, pero he notado que no se interesan por él. Conmigo ocurre lo contrario: me interesa y no creo”) ni un resquicio de esperanza: “Melancólicamente, no creo en Dios. Pero es tan extraño este mundo que no quisiera excluir la posibilidad de un ser omnipotente”.
El mayor reparo para su fe fue la idea de su propia pervivencia personal. Borges consideraba un castigo seguir siendo Borges para siempre. En realidad, ese encierro eterno y hermético en el ego que él confundía con la eternidad es, en buena doctrina católica, una descripción cartográfica del infierno. En Calista, la novela de J. H. Newman, le explican a la joven conversa que el Cielo es un continuo salir del alma de sí misma en arrebatos de amor y dicha. No haber recibido una buena catequesis atormentó las imágenes de la eternidad que se hacía el escritor argentino, y le llevó a intentar desear, como una tabla de salvación, la muerte completa y total: “Una oscura maravilla nos acecha,/ la muerte, ese otro mar”.
No lo consiguió del todo nunca. La cuarteta puesta en boca de “Almotásim el Magrebí”, un apócrifo poeta del siglo XII, recoge muy bien y muy pudorosamente y con fina perspicacia (véase eso de que el pasado es la estación más propicia a la muerte) el sentir auténtico del verdadero Borges: “Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado,/ que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte./ ¿Es posible que yo, súbdito de Yakub Almansur, muera/ como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles?” Y con otra técnica de distanciamiento, el humor, este breve cuento tampoco parece ser ajeno a sus dudas sobre la posibilidad de una muerte total y definitiva:“—Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente la Comparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo. Z (burlón): —Pero sospecho que al final no se resolvieron. A (ya en plena mística): —Francamente, no recuerdo si esa noche nos suicidamos”.
Al final, por lo visto, no creyó nada en la muerte. Siendo bastante más breve que su acompañante protestante, el cura católico dijo mucho más en su homilía del funeral. Que lo atendió, nada menos, y que se percibía a través de sus manos el gran amor de Borges por la vida. ¿Qué signo harían esas manos?, nos preguntamos todos los lectores de Retorno a Brideshead. A todo lector de Borges, acostumbrado a sus flirteos con la muerte, ese amor postrero a la vida ha de emocionarle.
Sí sabemos con certeza lo que hicieron sus labios: cuáles fueron sus últimas palabras. Las recoge Bioy Casares, al que se las había detallado Bernès, testigo presencial: “Murió diciendo el Padre Nuestro. Lo dijo en anglosajón, en inglés antiguo, en inglés, en francés y en español”. Por si hubiera dudas.
Muchas gracias. Creo que toda esta información, desconocida para mí, me hará revisitar a Borges.
ResponderEliminarAh, la sabiduría de las madres. Cierto párroco, ya mayor, dice que siempre ha encontrado bien dispuestos a reconcialiarse con Dios, a los moribundos que le tenían devoción a la Virgen, aunque en otro orden de cosas no fuesen especialmente piadosos.
ResponderEliminarJilguero
Qué grande era. Y qué bien contado está el final en el "Borges" de Bioy.
ResponderEliminarVendrá alguno a decir que rezar el padrenuestro cinco veces, lo haces en el umbral de la muerte sólo porque te proporciona un placer "puramente verbal". Las narices.
Esta gente (Bioy y Borges) tenía las ideas bien claras. El "Libro del Cielo y del Infierno", que prepararon los dos, es una delicia.
Y tiene este fragmento del propio Bioy, que se debería recordar a cualquier catequista de post-comunión, y demás expedientes pedagógicos actuales:
"Los demonios me contaron que hay un infierno para los sentimentales y las pedantes. Ahí los abandonan en
un interminable palacio, más vacío que lleno, y sin ventanas. Los condenados lo recorren como si buscaran
algo, y, ya se sabe, al rato empiezan a decir que el mayor tormento consiste en no participar de la visión de
Dios, que el dolor moral es más vivo que el físico, etcétera. Entonces los demonios los echan al mar de
fuego, de donde nadie los sacará nunca"
El libro (de citas y fragmentos) cita a Bloy,en El Alma de Napoleón:
"No concibo el Paraíso sin Mi Emperador"
Y yo pienso que será un sitio aún más perfecto con Borges.
José Luis de la Cuesta (no sé por qué ya no consigo nunca meter la "cuenta de google")