lunes, 22 de diciembre de 2008

Tentadores

Seguro que los lectores de Alba no son lo que se dice —o se decía— unos pecadores. De serlo, estarían en ello, y no leyendo este artículo. Sin embargo, los lectores de Alba, porque se preocupan de su formación religiosa, saben que las cosas no son tan simples.

Nos tenemos que preocupar tanto, o más, o no preocuparnos, sino ocuparnos, ustedes ya me entienden, preocuparnos tanto de no pecar como de no ser motivo de que lo hagan otros. Ni alegrarnos de ello.

El ejemplo más claro de la virtud como motivo de escándalo lo puso Max Jacob en Consejos a un joven poeta o quizá en Consejos a un estudiante, ya no recuerdo, pero en cualquier caso es uno de sus inapreciables libritos de consejos. Cuando, llevados de nuestra buena fe y confianza en el hombre, ponemos fácil que nos engañen o nos roben, animamos a ello, y tenemos, por tanto, nuestra buena cuota de responsabilidad.

El ejemplo más complejo sería cuando nos sentimos injustamente perseguidos por los poderosos del mundo, y saboreamos, quizá con cierta precipitación, el sabor agridulce del martirio. Es un asunto complicadísimo, porque si bien por una parte es natural que nos sintamos orgullosos de compartir la suerte del maestro; por otra, tampoco está bien que vayamos poniendo el sambenito de comecuras al primer laicista con el que nos crucemos. El tema excede los límites de este artículo (y de este articulista) pero permítanme recomendar en esto una sana prudencia y buenas dosis de humor.

Lo que es indiscutible, me temo, es que a veces sentimos cierto placer en provocar pecados en los demás. Nos gusta demasiado gustar demasiado, levantar incluso una leve pizca de lujuria en el prójimo o la prójima, según. Y quien dice lujuria, que es más escandalosa, dice envidia. Cuánto nos conforta sentirnos envidiados de vez en cuadno. O sea, que muy virtuosos nosotros, pero hale, haciéndole el trabajo de tentadores al demonio, que hay que ser idiotas.

Hablo por mí. Me he enterado de que hay un tipo que me odia y que hasta me ha puesto en su lista negra. Yo soy inocente como un niño de teta y la importancia de la gente se mide por sus enemigos, así que mi vanidad —este hueco que pesa— se ha repanchingado satisfecha. Pero no, no. Como me explicó Jacob cuando yo era joven (poeta o estudiante, da lo mismo), tampoco podemos ir despertándole al personal sus monstruos. A ver qué hago.
[Como Alba no tiene página web, no podemos lanzarnos desde un trampolínk, y hay que darse el chapuzón bajando por la escalerilla, en plan abueletes.]

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