viernes, 12 de julio de 2013

Remordimientos


Entre las pesadillas que atormentan mis noches de insomnio, un recuerdo de mi primer año de carrera. Un compañero dice que ha decidido leerse todo Shakespeare. Yo, gilipollas perdido, salto hecho una hidra y le pregunto, como un fiscal de película, si ha leído a Lope de Vega, si ha leído a Calderón de la Barca, si ha leído a Tirso de Molina. El resto de los contertulios prestan atención, oliendo la sangre. Él, tan buena persona que se abochorna, confiesa que no. Concluyo retórica, barrocamente que así va España, que no valoramos lo nuestro y que de qué iba un universitario inglés a plantearse leer a todo Lope. Y ahí queda el lance. 

Años después, al recordar —ay mi taimada memoria, que siempre da donde más duele— aquello, me horrorizó mi cerrilidad. Y cada nueva obra de Shakespeare que leía más golpes de pecho que me daba yo y por la espalda me los daban mis remordimientos. Hace dos veranos tuve la oportunidad de reparar el daño, porque aquel viejo amigo pasó por El Puerto con su mujer y sus dos hijos y tuvo el detalle de llamarme para comer juntos. A la primera ocasión, le recordé mi intervención, que no había olvidado, y dije cuánto sentía aquella estupidez. Él replicó que yo tenía razón y que aquella lección le pareció muy bien dada. Yo insistí en que aquello fue un horror. Y él que no, que no, que viva España. Me di cuenta como nunca de que nuestras acciones pueden hacer un daño irreparable, y sentí una desazón que a punto estuvo de arruinar el grato encuentro. 

Lo volví a recordar todo muy bien desde Almagro, viendo La verdad sospechosa. Sin darme cuenta, los remordimientos habían producido un efecto rebote, y tenía muy descuidado nuestro teatro. Lo pasé muy bien, vapuleado por mis sentimientos y mis culpabilidades. 


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