Nos avisó nuestro hombre en
Estocolmo, el poeta granadino Emilio Quintana. Se veía mucho movimiento en
torno a Tomas Tranströmer. Libros, homenajes…, todo parecía prepararse para darle
el premio, aunque nunca se sabe. Siempre puede ganar cualquiera.
No ha sido el caso, se cumplieron
las expectativas y Tranströmer no es cualquiera. Jugaba en su contra ser sueco
y el consiguiente y comprensible pudor de premiar a un compatriota. Pero basta
leer al poeta para deshacer cualquier impresión de que hayan barrido para casa.
Tranströmer es todo lo contrario
de un vate local. Ha dejado clara la influencia que en sus comienzos tuvieron,
por un lado, la modernidad francesa y los imaginistas anglosajones y, por el
otro, los clásicos griegos y latinos, especialmente Horacio. Como la mejor
poesía del siglo XX, ha estado muy atento a la belleza del lenguaje coloquial y
ha huido del directo compromiso político para centrarse en lo propio: la
contemplación. A partir de los 80, volvió sus ojos a la literatura oriental y,
en concreto, al haiku, como ha hecho buena parte de la poesía occidental, signo
de los tiempos globales. Y ha sido un precursor de una lírica que, sin
renunciar al yo, ha sabido apartarlo del centro de los focos. Estamos ante un
poeta, por tanto, que comparte las más interesantes pulsiones de la poesía
mundial contemporánea.
Incluso para aquellos lectores
que tienen reparos a los versos ha dejado abierta una pequeña puerta deliciosa:
su breve libro autobiográfico, Visión de
la memoria, incluido en la antología El
cielo a medio hacer. Una prosa aparentemente sencilla y casual, pero medida
e intencional, con una enorme tensión subterránea, para que nadie tenga
excusas. Un premio sueco, pues, para todos.
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