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Una novela que le hizo mucha gracia a mi madre, que se la recomendó a mi mujer, que naturalmente se la leyó de un tirón, sin rechistar y sonriendo, fue Una lectora nada común, de Alan Bennett. En ella se cuenta la compulsiva pasión por la lectura que contrae la reina Isabel II de Inglaterra. Me encantaría que estuviese basada en hechos reales (en todos los sentidos del término), porque de creer a The Queen, la película sobre el mismo personaje coronado, en Buckingham Palace se pasan los días pegados al televisor. Si la realeza gasta esas costumbres también en La Zarzuela, entiende uno que el príncipe Felipe se casara con la presentadora de los telediarios.
Aquí el único que lee compulsivamente debe de ser el otro príncipe Felipe, el de Edimburgo, el que se casó con la reina de Inglaterra. El pasado miércoles, en una recepción que ofrecieron a Obama, informados por éste de que ya se había reunido ese día con Dimitri Medvédev, con Gordon Brown y con David Camaron, Felipe de Edimburgo preguntó al presidente de los Estados Unidos, asombrado: “¿Es que puedes distinguir a unos de otros?”
La prensa inglesa ha calificado el comentario de “vergonzoso” y de “metedura de pata”, pero eso es porque deberían leer más, como el príncipe, y ver menos la televisión. En realidad, el cónyuge real hizo un elegante elogio culturalista a Barack Obama. En las escenas finales de Animal Farm, esto es, de Rebelión en la granja, la célebre fábula de George Orwell, los pobres animales honrados son incapaces de distinguir a sus actuales políticos, los cerdos, de sus antiguos amos, los hombres. Reunidos para debatir (y deglutir y brindar) alrededor de una mesa, los cerdos y los granjeros resultaban idénticos. El príncipe estaba sugiriéndole a Obama que él no era ni una cosa ni la otra. Si se entiende, es un elogio extraordinario, quizá excesivo.
También con su pizca de sorna, por supuesto; pero se trata de humor inglés, con sus ribetes de negro, lleno de sutiles sobreentendidos. Y la verdad es que el humor no es la manera menos caritativa de tratar a unos mandatarios que pretenden crear un nuevo orden mundial en unas horitas de nada, y encauzar de paso la globalización, arreglar el capitalismo, reformar a los banqueros y todo lo que se encarte. En unas horitas en las que, además, desayunan, almuerzan, se hacen múltiples fotos, sonríen, dan discursos y ruedas de prensa, cenan y se despiden afectuosamente. Adam Smith, el sabio escocés que hace más de dos siglos describió en La riqueza de las naciones las leyes invisibles (e inexorables) que rigen el mercado, estará retorciéndose de risa en su cementerio de Edimburgo. A la ilustre calavera liberal la broma de su príncipe le habrá parecido mondante. “No sé si se distinguen unos mandatarios de otros —hubiese remachado de encontrarse en mejor forma física—, pero lo que es de economía, no distinguen tres en un burro”.
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Oh, pero a los de la prensa eso de Orwell les suena a concursante de Gran Hermano.
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