Nos exhortaba Unamuno a que leyésemos en todas las lenguas españolas. Las ediciones bilingües nos ayudan a cumplir tan exigente mandato. Ahora, de la mano de los poetas Carlos Marzal y Enric Sòria podemos leer en la intimidad de nuestra lengua materna una buena parte de la vasta obra (más de quinientos poemas en 17 libros) de Joan Vinyoli (Barcelona, 1914-1984). Estaba traducido muy poco y en una edición agotada de José Agustín Goytisolo: Alguien me está llamando (1986).Y que el silencio queme por los muertos
Joan Vinyoli. (Trad. Carlos Marzal y Enric Sòria)
Pre-Textos, 2010; 407 pág.; 25.00 €
Como la de su traductor Carlos Marzal, la de Vinyoli es una poesía de metal pesado, con gran carga de pensamiento y gravedad moral. Pero, mientras que la de Marzal tiene un indudable brillo (metálico, de níquel), la de Vinyoli tiende al gris apagado, como de plomo.
No quiere decirse que no nos encontremos ante un poeta contundente, con versos de indiscutible peso. También con amplias lecturas: Rilke, Eliot, Li Po, Pavese, y Quevedo, entre otros, son convocados a sus páginas. Y Vinyoli, a su vez, ha dejado sentir su influencia en otros poetas. Juegos para aplazar la muerte, aquel título inolvidable de Juan Luis Panero es un verso suyo. Estamos, por tanto, ante un poeta influenciado e influyente, en diálogo constante con su tradición. Interesará a las más jóvenes hornadas de poetas como ha interesado a los poetas de la experiencia y a los metafísicos. Ofrece versos reflexivos, fragmentarios y minimalistas muy del gusto en boga: “Paseo sin pensar en nada que no sea/ desaprender de hacerme algún propósito”.
Con todo, lo más propio suyo, como subraya Enric Sòria, es la concepción sacramental de la poesía, vivida casi como un sacerdocio. Aunque hable de cosas cotidianas, nunca deja de ser un poeta simbólico, que aspira en sus mejores momentos a transfigurar la realidad. Entonces alcanza un tono de exaltación salvadora muy Claudio Rodríguez: “Todo es semilla ahora: las estrellas” o “Noviembre, hazme de camarada” o “Una noche estrellada/ no la desdeñes”.
El último poema del libro lo dice claro: “Desde el exceso aquel/ las cosas se me han vuelto algo distinto siempre,/ insólito y mejor. Si eran rocas, diamantes;/ si dedales, campanas de domingo,/ si agujas de coser, pararrayos de acero,/ si tiovivos de feria, altas constelaciones. Es falsa, pues,/ cualquier queja que diga, cualquier llanto,/ cualquier lamentación”. Siendo sinceros, no se le han vuelto algo distinto siempre. Sus versos a menudo no han alzado el vuelo. Pero ese afán de salvación final se ve satisfecho en suficientes ocasiones como para que Y que el silencio queme por los muertos merezca la pena.