La obra El taller del orfebre, publicada en 1960 por Karol Wojtyla con el seudónimo de Andrzej Jawien, lleva un subtítulo que la resume a la perfección: “Meditación sobre el matrimonio, expresada a veces en forma de drama”. Serviría para un cursillo prematrimonial. Y para mucho más: la meditación es tan honda que constituye un curso pre-, pro- y hasta post-matrimonial. Un viaje completo a la profundidad antropológica y sacramental del amor.
De la Carta a los artistas (1999) de Juan Pablo II deslumbra su entusiasmo por escritores, músicos, pintores, arquitectos… “En la creación artística el hombre se revela más que nunca imagen de Dios”, afirmaba allí el Papa; y añadía: “geniales constructores de belleza, “la vocación artística es una especie de destello divino”, “la obligación de no malgastar ese talento”, “la sociedad tiene necesidad de artistas”, “la Iglesia tiene necesidad del arte para transmitir el mensaje que Cristo le ha confiado”, “la actividad de los artistas es noble ministerio” y “en cierto sentido, el icono es un sacramento”.
Karol Wojtyla había predicado con el ejemplo: nos ha dejado una considerable obra literaria, principalmente poética y teatral. En ella destaca El taller del orfebre (1960), pieza de teatro que se plantea desde el arte muchos de los temas fundamentales del magisterio de Juan Pablo II: el noviazgo, el matrimonio, la paternidad y, en última instancia, la teología del cuerpo.
Para disfrutar de El taller del orfebre hay que partir de su estilo: el rapsódico, una corriente teatral polaca que otorga prioridad a la palabra sobre la acción, la música o el decorado. Este planteamiento, según la estudiosa Joanna Albin, “da a la representación un carácter ideológico y no argumental”. Llama la atención que el símbolo y el mensaje son lo primero que se nos presenta, y sólo a través de ellos acabamos atisbando a los protagonistas. De ese modo la persona se convierte en el fin de la obra de arte, en su destino final.
El taller del orfebre es una catequesis matrimonial no edulcorada, que afronta sus realidades más dramáticas, como el desamor, la duda, la ruptura o la viudez. La trascendencia del amor se afirma sin medias tintas: “El amor no es una aventura. Posee el sabor de toda la persona. Tiene su peso específico. Y el peso de todo su destino. No puede durar sólo un instante. La eternidad del hombre lo compenetra. Por esto se le encuentra en las dimensiones de Dios. Porque sólo Él es eternidad”. También se proclama la grandeza de la paternidad: “¡crear algo que refleja la Existencia absoluta y el Amor es la más hermosa de las tareas! Pero se vive sin saberlo”.
La obra nos advierte de la intrincada naturaleza social de los hombres, de modo que lo que sucede a una pareja afecta a las otras. Eso no ha de llevarnos a la desesperanza porque, por un lado, Dios (representado por el Orfebre) da peso y medida a cada amor y, por otro lado, la naturaleza humana (representada por Adán) lo busca y lo alienta siempre de nuevo.
Ya en 1960 y desde su creación literaria, el mensaje de Wojtyla era “No tengáis miedo” o dicho con las palabras exactas de El taller del orfebre: “El amor vence al miedo”. Y también vence al tiempo, al truncado y al malgastado. En los anillos de matrimonio se unen el pasado y el futuro y, por tanto, siempre se puede volver a empezar, apoyándose en la eternidad. El amor es una aventura entusiasmante: “un continuo desafío que nos lanza Dios, y lo hace, tal vez, para que nosotros desafiemos también el destino”.